Al final del viaje a Egipto.


Estamos en el avión de regreso desde Egipto a Buenos Aires, vía Roma. Es medianoche y todos los pasajeros duermen. Me cuesta dormir. Estos siete días en Egipto me han impactado profundamente. El viaje excedió el placer de conocer otros países y otras culturas, que siempre nos alimenta. Me dejó algo más. Una reflexión profunda.
En el Egipto antiguo el tema recurrente es la otra vida. En los templos, las tumbas, los obeliscos, las esfinges, los dibujos y jeroglíficos aparece siempre la cuestión del más allá, el juicio final, el destino del ser humano después de la muerte, la vida eterna.
La respuesta que dio a esas preguntas la civilización del Nilo fue impresionante. La idea central fue concebir la vida como un viaje hacia la eternidad. Donde hay un cuerpo que debe ser momificado y un corazón que debe ser protegido por el escarabajo sagrado. De las inscripciones en las tumbas pudo determinarse la existencia de tres grandes libros, uno es el “libro de las puertas”, que alude a las 42 pruebas que tiene que pasar un difunto hasta llegar a la inmortalidad; otro es el “libro de los muertos”, que cuenta como es el viaje hacia la otra vida, imaginado como un trayecto hacia la puesta del sol, occidente, donde la llanura terminaba en un mar. Y un tercero sobre “El mundo del más allá, que contiene la filosofía del “Maat” o del debido equilibrio entre todas las cosas. En rigor, en el juicio final el corazón debe pesar igual que la pluma, ni más ni menos. Nos recuerda el justo término medio en las virtudes morales de Aristóteles y que, en definitiva, todo el mundo grecorromano tiene mucha más apoyatura en la civilización egipcia de lo que se piensa, empezando por el calendario solar de doce meses. También la religión cristiana, con su trinidad, sus ángeles  alados protectores, derivados de Nekhbet, la diosa buitre, su salvación, su juicio final y la vida eterna, es de algún modo tributaria de tales creencias.
Las conexiones son sorprendentes. Voy a buscar un vaso de agua y en el trayecto pienso en el Egipto de hoy, una tierra por la que luego de la antigüedad pasaron persas, griegos, romanos, bizantinos, turcos, las potencias europeas y, por supuesto, donde están instalados los árabes desde el siglo VII DC, con su cultura islámica y su orgullo nacional. Es curioso que dentro del gran caos de tránsito de El Cairo, y de la pobreza y suciedad que afloran en todas partes, no haya robos ni violencia personal. Por sobre ello, me llama la atención que el sentido espiritual se mantenga, no solo por la fuerza del Islam, que curiosamente hoy gana más adeptos que el cristianismo en el mundo no árabe, sino también por su tradición de “convivir” con los difuntos. Es así que encontramos la “Ciudad de los Muertos” donde las tumbas son aposentos pensados para que los difuntos sean visitados varios días por sus parientes, que van a comer y a dormir en el lugar. Hoy muchas de esas tumbas están pacíficamente tomadas por personas sin techo, pero eso no les quita su carácter simbólico: la presencia de la otra vida en lo cotidiano. También recuerdo al moreno y pacífico pueblo Nubio, y su cotidianeidad con los cocodrilos, que es una forma de continuar el culto al dios Sobis.
Ahora vuelvo a mi asiento, miro la noche por la ventanilla y pienso en nuestra sociedad occidental, “postmoderna”, “globalizada”, “tecnológica”, donde el capitalismo, con su el afán de acumulación sin límites, el materialismo y el consumismo, nos invitan al hedonismo y al egoísmo, con riesgo de perder los valores morales y espirituales propios de la condición humana.
El sueño comienza a vencerme, trato de serenar mi cabeza mientras siento que me va envolviendo una sensación acogedora. Cierro los ojos y veo la imagen de Anubis, el dios chacal, que me sonríe como si me estuviera preparando, no para una momificación (por suerte), sino para continuar la vida en Occidente con otra perspectiva, donde el ejemplo del Antiguo Egipto ayude a retomar el camino de la preocupación moral y de la espiritualidad.

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