El gran profesor


¿Qué enseñan los sueños?

Apareció de golpe en la puerta del aula y dijo ”Pablito, no te olvides de que tenemos que fundar el ‘Club de Profesores’”.
Pablo interrumpió un momento su clase. Miró a su padre en el marco de la puerta. Luego miró a sus alumnos. Nadie parecía sorprendido. Estaban ya acostumbrados a que el "gran profesor", Don Carlos apareciera, dijera algo y luego se fuera.
Todos sabían que estaba muerto.
También Don Carlos lo sabía, pero todos disimulaban para que se sintiera bien. 
Además, como había sido un excelso profesor, de fama internacional, era un honor que visitara esa pobre escuela suburbana.
Dice ‘tenemos que fundar’, pensó Pablo, pero me deja todo el fardo a mí. ¿Qué va a hacer él que está muerto y que, cuando vivía, era incapaz de ocuparse de ninguna tarea organizativa? 
Lo suyo era solo investigación, escribir y dar conferencias, Y lo peor era que cuando uno lo ayudaba, nunca para él era suficiente. 
Lo único que lo distraía era corretear detrás de alguna joven profesora. Nadie lo pudo sacar de eso, ni siquiera su segunda mujer, Ana, que le tenía tanta paciencia como amor.

Sonó la alarma del reloj y Pablo se despertó. Todo había sido un sueño y no podía ser de otra manera. Su padre estaba muerto hacía años. Sin embargo ese sueño se había vuelto recurrente. El mensaje era muy claro.
Siempre Don Carlos había querido fundar un “Club de Profesores de Sociología”, un espacio democrático donde todos, tanto los de las escuelas privadas de zonas acomodadas como los de las escuelas públicas de barrios pobres o del interior del país, pudieran tener voz y voto para organizar anualmente el “Congreso Nacional de Sociología”, y para decidir los temas de investigación.
Mientras eso no pasara, seguirían sujetos a lo decidido por muy pocos. En particular a los caprichos de la temible profesora Enriqueta, directora de un colegio bilingüe, a quien le gustaba teorizar sobre otras culturas y otros tiempos sin adentrarse en la realidad cotidiana del país y en los grandes desafíos del mundo de hoy, como son las cuestiones de género, las comunicaciones en la era digital y los migrantes.
El proyecto de su padre de fundar un club había sido permanentemente rechazado en los congresos por iniciativa de Enriqueta, quien lograba el apoyo de los asistentes en base a prebendas o amenazas.
Esta vez Pablo se decidió. 
¡Él iba a lograr lo que su padre no había podido hacer!.
Fue a su computadora y redactó un “paper” con los estatutos de un “Club de Profesores” y los mando por mail a los organizadores como si fuera una ponencia.
Tuvo un momento de inspiración: tomó las ideas de su padre pero les dio otro formato, mas moderno, con comunicaciones, propuestas y votaciones por internet.
Estaba muy feliz, hasta que consultó por mail la fecha y el lugar del próximo Congreso. 
Faltaba un mes pero caía en un viernes en que ya tenía fijadas fechas de exámenes en tres cursos de distintos colegios.
Además el congreso este año era en Bariloche, un lugar lejano y una de las ciudades más caras del país. Pablo no tenía auto y sus ingresos como profesor apenas le alcanzaban para llegar a fin de mes. 
Él no era, como había sido su padre, un profesor famoso con buen dinero derivado de premios, becas, conferencias pagadas y, sobre todo, de sus libros traducidos y distribuidos por todo el mundo. Salvo en el Japón donde, por una razón cultural que nunca pudieron descubrir sus editores, nunca fueron recibidos.
Él apenas era el hijo del medio de un matrimonio divorciado que había seguido la misma profesión de su padre pero sin su éxito. En cambio, su hermano mayor era un médico de renombre y su hermana menor una próspera empresaria.
En el ambiente de los profesores de sociología todos lo reconocían por tener el mismo apellido que Don Carlos, el "gran profesor", pero le daban a entender que no tenía los mismos talentos.
“Nada crece bien a la sombra de un gran árbol” había escuchado una vez. Y era su destino.
Se sintió derrotado.

El lunes en el colegio la suerte cambió. Se encontró con Ricardo, un abogado que daba clases de derecho por vocación. Siempre decía que en los tribunales debía defender los intereses de sus clientes, buenos o malos pero siempre parciales. En cambio, al dar clases, sentía que podía enseñar a los alumnos con total libertad sobre la justicia y sobre el bien común, sobre la democracia y sobre los derechos humanos sin ningún condicionamiento.
Pablo le contó el sueño con su padre y Ricardo se conmovió. 
Ricardo había perdido a su padre hacía poco y había asumido el duelo de una forma muy peculiar: consideraba que dentro de su cerebro había un sistema solar donde su padre sobrevivía como si fuera un planeta con el cuál podía conectarse de vez en cuando.
Ricardo le dijo que se quedara tranquilo, que él tenía pensado ir algún fin de semana a Bariloche para hacer alquilar unas cabañas de las que era dueño y que podían ir en su auto en esa fecha y alojarse allí.
Pablo le agradeció, pero todavía tenía el problema de los exámenes que, como es sabido, no pueden cambiarse sin alterar todo el calendario escolar.
Esta vez la que lo ayudó fue la señorita Nicoletta.
Ella era profesora en los mismos colegios pero en el turno noche y en su juventud había sido discípula de Don Carlos, o quizás algo más. 
Cuando por comentarios de pasillos se enteró de la situación, enseguida lo llamó por teléfono para hacerle una propuesta: ella tomaría los exámenes pero él los corregiría y, en el próximo turno, él debería tomar los exámenes de ella.
Pablo aceptó encantado, colgó el teléfono, cerró los ojos y pensó “Bingo”.
Estaba seguro de que Don Carlos, desde el cielo, lo estaba ayudando.

El viaje a Bariloche transcurrió como un suspiro. Ricardo tenía un auto nuevo que volaba y, gracias a Dios, nadie se atravesó en el camino.
Llegaron con tiempo de instalarse en una cabaña y salir a cenar. 
Luego de la cena Ricardo, que estaba recién divorciado y en ese momento en que los hombres quieren rendir todas las asignaturas pendientes, le propuso ir a tomar unos tragos a una discoteca de moda.
Pablo no tenía ganas. Al otro día el congreso empezaba temprano. Además, no era su estilo, las pocas chicas que había conocido en su vida eran del mundo académico o se las habían presentado formalmente. Pero no podía dejar solo a su protector.
Aceptó la invitación y, en un rato, estaban sentados en la barra de un bar, con música estruendosa, pantallas gigantes y mucha gente alrededor.
Ricardo enseguida dejó su asiento y empezó a deambular al ritmo de la música.
Pablo, en cambio, seguía concentrado en su propio mundo, pensando en el día siguiente.
De golpe, un líquido frío que corría por su manga y llegaba hasta el pantalón lo despabiló. Una morocha de ojos claros, sentada a su lado, había derramado su copa.
Nuestro héroe la miró muy enojado. Luego vio las lágrimas en sus ojos y el rimel corrido y se ablandó. Le pareció una chica desprotegida y vulnerable.
Ella se disculpó. Él le sonrió  y enseguida ofreció pagarle la copa derramada, lo que ella, luego de negarse, aceptó.
Estuvieron un rato sentados uno junto al otro, en silencio. Cuando, él sintió que ella estaba mejor, la miró con ternura y se despidió con un gesto de “buena suerte”. Ella sonrió.


Al otro día el “Congreso Nacional de Sociología” se reunía en el salón de actos del colegio “Primo Capraro”, el más tradicional de Bariloche. Presidía las reuniones la ineludible profesora Enriqueta, quien desde sus gruesos anteojos, rodete y nariz aguileña, dominaba la audiencia con una mirada de acero.
Pablo la reconoció en seguida. Estaba igual que la única vez que la había visto, hacía casi diez años, cuando había ido a un congreso con su padre. Era de esas personas que de jóvenes ya parecen viejas y, por esa misma razón, se mantienen iguales mientras los demás envejecen.
Cuando llegó el turno de tratar la creación o no del club de profesores, Pablo fue invitado a hablar.
Su discurso empezó temeroso. 
Daba clases a sus alumnos pero no estaba acostumbrado a una gran audiencia, menos a profesores a los que tenía que convencer de una idea largamente rechazada. Un colega le había enseñado la técnica de fijar la vista en el fondo de la sala, para dar la impresión de que miraba a todos sin sentir la presión del cruce de las miradas. Sin embargo no pudo hacerlo. Fijaba la vista en distintas personas, recorriendo caras muy serias.
De golpe vio a la morocha de la noche anterior. Estaba con un grupo de profesoras que le sonreían y aprobaban. Además la mirada clara de la morocha derrochaba admiración.
En ese momento se animó. Abandonó el discurso laudatorio del proyecto de su padre y se dedicó a defender su propio proyecto: un club de profesores con contacto permanente en la web, con su propia página, sus chats, la información de todo el mundo, el debate de los grandes temas del momento: la igualdad de género, cómo los celulares cambian la sociedad, cómo perciben las sociedades a los migrantes… y, sobre todo, un club democrático, donde los temas de investigación fueran aprobados por la mayoría.
Cuando terminó su discurso todos aplaudieron y Pablo se sintió, al fin, ganador.
Le duró poco. 
En seguida la profesora Enriqueta tomó la palabra y pronunció una cavernosa y extraordinaria “anti ponencia”. 
Citó a Max Weber y a todos los padres de la sociología para sostener dos cosas: una, que la ciencia no debe mezclarse con lo cotidiano o circundante porque pierde su objetividad y corre el riesgo de politizarse. 
La otra, que en materia de ideas no tienen razón las mayorías sino los mejores argumentos y por lo tanto, un club donde los temas se decidieran democráticamente carecería de sentido.
Cuando terminó hubo un gran silencio.
Todos miraron a Pablo, quien tenía un nudo en la garganta. En ese momento le hubiera gustado que estuviera presente su padre para refutar, pero no estaba. Él no podía hacerlo. Sabía mucho de sociología pero nada de argumentación.
En ese momento pidió la palabra la morocha, que se presentó como Diana, profesora de un colegio provincial de Rio Negro. 
En un breve discurso demostró que el mundo del que hablaba la profesora Enriqueta ya no existía. Todo había cambiado y que la posmodernidad exigía escuchar las voces de todos y debatir, interdisciplinariamente los grandes problemas contemporáneos, principalmente en la sociología, que debía estudiar la conducta social actual y no la de la época de la colonia. 
Terminó proponiendo la creación del club de profesores y que su primer presidente y organizador fuera Pablo, como reconocimiento a su aporte.
Un cerrado aplauso aprobó la iniciativa.

El viaje de vuelta a Buenos Aires fue lento. Ricardo estaba cansado y por precaución manejaba despacio y se turnaba al volante con Pablo.
Éste repasaba incesantemente los últimos días sin poder creer todo lo sucedido.
Pero lo mas importante era que tenía una enorme confianza en sí mismo. 
Se sentía con fuerzas para presidir el Club, armar su web, hacer los contactos, proponer los temas y buscar nuevos asociados. 
También para terminar de una vez ese libro que desde siempre venía escribiendo, dejar algunas horas de clase y dedicarse a la investigación y a nuevos proyectos que seguramente serían más rentables. 
Para mejor Diana, la morocha que acababa de pelearse con su novio, le había dado el teléfono y estaba por viajar una semana a Buenos Aires para hacer un curso.
La oscuridad encontró a los viajeros en Neuquén y decidieron parar a dormir en un motel. No querían arriesgarse en la ruta a la noche.
Ahora Pablo está otra vez en un profundo sueño. Está en el colegio dando clase. Su padre aparece por la puerta. Pablo le sonríe y le cuenta que, por suerte, logró crear el “Club de Profesores” y que lo eligieron a él, a su hijo, nada menos que como presidente y organizador.
Los alumnos asienten con una sonrisa y todos miran a su padre.
Don Carlos parece no escuchar, como si ya no le importara el tema. 
Lo mira fijamente a los ojos y, luego de un rato, le dice “Pablito, no te olvides de que tenemos que hacer que mis libros se traduzcan y distribuyan en Japón”.
Pablo no contesta. 
Respira hondo y piensa con resignación: este señor no tiene arreglo. Nada de lo que yo haga va a ser suficiente para él.

Por la mañana se despierta con una extraña y nueva sensación.
Por primera vez en su vida se siente liberado. Como un adulto que puede dirigir su propia vida.
Se mira en el espejo y siente una gran alegría.
Va a seguir queriendo a su padre para siempre, pero hoy siente que se pudo liberar de los mandatos.
¡Ahora él es el "gran profesor"!







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Comentarios

  1. Motivador relato, y de muy armoniosa redacción. Gracias por compartirlo

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  2. No sé porque pero me hizo imaginar todo y siempre viene a mi mente Pater el siempre con su Don de hacer más cosas y más y más y uno siempre intentando complacerlo se quedaba con sabor a poco...se lo extraña...me pareció fascinante el cuento traspola al lector

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    1. Si. Pater siempre presente. Muchas gracias Rosana por tu apoyo a él y comentario.

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  3. Me.permito recordar una anécdota de "Pater".. un gran maestro. Nos conocimos "personalmente" en el Hotel Costa Galana, MDP., En un congreso de "derecho concursal", hace muchos años.. yo había presentado una audaz ponencia sobre la quiebra de los clubes de fútbol.. "los jugadores son cosas?".. en alusión al "remate de jugadores en la quiebra de un club".. aludi a los derechos económicos y federativos..
    Se armó gran debate.. muy interesante.. grandes profesionales pidieron la palabra.. pensé que me iban a criticar.. pero no.. me elogiaron.. y el que más me eligió fue Pater.. quien al cierre del panel me invitó a tomar un café y charlar sobre el tema. Allí -junto a otros profesores- nació le idea de debatir en extenso sobre "derecho deportivo". Pater fue el fundador moral de un grupo "Foro Derecho y Deporte".. continuamos debatiendo y haciendo jornadas hasta su muerte. Grandes recuerdos!!

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