Caminando juntos
Las huellas del Padre
El grupo camina por la playa solitaria al atardecer. El mar está, como siempre, encrespado. La arena vuela y pica las piernas. No les importa. Van todos en malla, muy atentos, mirando el piso. Recorren la costa, hacia el lado del faro, formando una hilera humana que rastrilla la arena. Los dirige un hombre al que flanquean siete niños de diversas edades. Por momentos alguno de los chicos se detiene, recoge algo del suelo, lo observa, se lo entrega al hombre y pregunta con ansiedad:
-¿Fósil es, papá?
-¿Fósil es?, repite.
El hombre frena su marcha, clava la mirada un
segundo sobre el objeto y dicta el inapelable veredicto:
-No. Es solo una piedra. Y agrega con cierta pena: Fijate
que es pesada y que no tiene la superficie rugosa ni un espesor acanalado como
los fósiles.
Devuelve la piedra a la criatura quién la suelta
contrariada y retoma de inmediato la tarea.
A lo largo de la tarde el episodio se va
repitiendo, pero algunas veces el veredicto es otro.
-¡Sí, es un fósil! exclama contento el padre y
agrega con su habitual tono docente: Es un pedazo de la cola de un gliptodonte,
animales prehistóricos que habitaron estas playas, eran como mulitas gigantes. Te
felicito. Le vamos a poner tu nombre, concluye.
Esa noche en la mesa familiar, como siempre, el
padre les cuenta muchas cosas durante la cena, en esa casa que habitan en los
largos meses de verano, construida de madera, anclada sobre pilotes en la
arena, entre el pueblo y el mar. Lo escuchan los expedicionarios, tres
hermanitos más y la madre.
Les habla sobre Dios, la inmortalidad del alma, el
cielo y el infierno y que hay que ser buenos, santos si fuera posible, al fín y
al cabo el padre había estado un tiempo en el seminario. Pero también les cuenta
sobre el universo, el sistema solar, la evolución de las especies, los
dinosaurios y los mamíferos, el modo en que los huesos mantienen su forma
durante miles de años intercambiando las moléculas para convertirse en fósiles,
la felicidad de estar esos días en Claromecó disfrutando de la playa, buscando
fósiles y contemplando la enorme belleza del mar. También les vuelve a contar
la historia de su abuelo Alfredo que vino de Francia, de sus dos viajes
alrededor del mundo con la fragata Sarmiento y de sus múltiples investigaciones
y descubrimientos.
Esa noche, los niños se acuestan en sus camas
marineras. Después de apagar la luz el cuarto sigue iluminado. La noche es
clara y no pueden dormir. El viento cesó y solo se escucha el golpear de las
olas. Se ponen a pensar. Piensan que tienen que salvar sus almas, en las
historias del bisabuelo, en los gliptodontes gigantes que caminaban por la
playa, donde ahora está la casita, y en todos los mundos que tienen por
descubrir. Finalmente, el sueño los vence bajo una sensación: ¡fue otro día en
el paraíso!
...
El grupo camina por el verde sendero, es mediodía en
un frío día de otoño. Están abrigados. Son cuatro hermanos adultos. Algunos
llevan a sus hijos y nietos. Los demás hermanos no pudieron venir. Viven lejos,
tienen complicaciones familiares, vendrán en otro momento, lo recordarán a su
manera. Marchan en silencio. Uno de ellos los guía. Tiene anotados los datos
para llegar al lugar sin perderse en el laberinto. Compraron unas flores en la
puerta, rosas rojas, papá era fanático de Independiente, le van a gustar.
Se cumple el rito. Se colocan las flores, se hace
una oración. Luego se quedan todos un rato en silencio, mirando la nada. A la
vuelta ya se sienten más relajados y animados. Con la tranquilidad del deber
cumplido. Conversan. Se sientan todos a tomar un café. Salen los recuerdos de
Claromecó, la casita en la playa, la búsqueda de fósiles, las historias que les
contaba el padre. Todos se emocionan. Son adultos. Son padres y algunos son
abuelos. A todos los cambió la vida, en mayor o menor medida. Sin embargo, la
niñez siempre sobrevive en un rincón del alma, y hay momentos que aflora, nos
embarga y nos interroga sobre nuestros sueños, ilusiones y esperanzas. Por un
momento, volvemos a caminar con papá por una playa, mientras los hermanos pequeños
esperan con mamá en casa para una cena con historias.
Nos despedimos. En el regreso a casa me asalta una
idea: qué bueno sería que todo padre pudiera construir a sus hijos una infancia
donde esas caminatas conjuntas perduraran por siempre.
En este Día: ¡Muchas gracias papá!
que emocion!veo a ese papa alto, con facciones hermosas, chapoteando a la orilla del mar ,siempre cariñoso, siempre enseñando en forma clara y simple, todos lo podían entender,y a vos heredero de las virtudes paternas te digo:sos el hijo que todas las madres quisiéramos tener. . t.t.
ResponderEliminarQué lindo mensaje. Muchas gracias. Quién sos?
ResponderEliminarHermoso Eduardo. Te mando un abrazo, y ojala cuando esta pandemia termine, nos reencontremos en algún congreso.
ResponderEliminarGracias Alejandro y así será. Abrazo.
EliminarQue HERMOSO relato !!!!! Un privilegio haber transitado estos momentos llenos de amor y sabiduria y tan grabados en el alma !!!!!
ResponderEliminarEs así. Queda sol en el alma. Muchas gracias.
EliminarMuy linda historia! Los recuerdos afloran...
ResponderEliminarMuchas gracias
EliminarMe encantó !!!!
ResponderEliminarMuchas gracias
Eliminar