Las algas amarillas



¿Que harías en una isla desierta?

Octavio siente un rayo de luz en su cara. Abre un ojo y ve que el sol ya empezó a asomarse en el mar, frente a la isla. Abre otro ojo y contempla a Marina, que sigue durmiendo plácidamente junto a él, del otro lado, en el tanque de agua donde se encuentran. Mantiene cerrado su tercer ojo, como es su costumbre por las mañanas. No le gusta despertarse de golpe y sabe que, mientras tenga cerrado al menos uno de los tres, puede seguir soñando con una parte de su mente.
Mira hacia arriba y ve que la luz del faro todavía sigue encendida. Se queda un rato relajado en el agua tibia. Había leído, en uno de los libros de la biblioteca, que en los monasterios los monjes se levantan mucho antes del amanecer y, medio dormidos, van a la capilla a rezar, meditar y cantar en un ejercicio de tránsito, entre el sueño y la vigilia, que los llena de paz y de energía para enfrentar el nuevo día. Le había gustado eso de darse un espacio de transición, y lo aplica.

Ahora, mientras mira al amanecer, se pone a recordar el momento en que llegó a la isla, hace muchos años. Se encontró un día tirado en una playa, frente a un faro y una casucha, con la mente en blanco. Solo recordaba de su pasado la borrachera de una noche en un crucero de turismo, la caída por la borda y el fuerte golpe en la cabeza. Recorrió desesperado el lugar sin encontrar a nadie ni nada para comer. En la casa, la alacena estaba vacía y solo había en la cocina una mesa y dos sillas destartaladas y, en el cuarto, un catre y una biblioteca llena de libros. El faro ya no tenía la escalera para subir. Cuando descubrió el aparato de radio se puso muy contento, pero en seguida se dio cuenta de que no había electricidad. Había pasado ese primer día muy angustiado. Grande había sido su sorpresa cuando a la noche el faro se encendió solo y cuando a la mañana siguiente la radio empezó a transmitir en un idioma muy extraño. Un rato después, se cortó  la transmisión, y la luz del faro se apagó.
En su segundo día empezó a sentir hambre. Encontró agua en un estanque de material ubicado en la parte alta de la isla, rodeado de algas de raros colores, justo al pie del faro. La probó y era agua dulce, seguramente proveniente de las lluvias tropicales. Tomó y calmó su sed. Recorrió toda la isla, que era pequeña y estaba rodeada de arrecifes y de una laguna, sin encontrar plantas ni animales para comer. Solo rocas y algas por todas partes. Se desesperó. Esa noche volvió a prenderse el faro y, por la mañana, se encendió de nuevo la radio. Aprovechó para buscar alguna estación en su idioma y encontró una. Con acento oriental, una voz transmitía el pronóstico del tiempo y algunas noticias locales desde un lugar desconocido. Después de  varios días se dio cuenta de que eso que escuchaba por la radio era  un programa nocturno y que el aparato se prendía solo por una hora.
Su hambre lo llevó a intentar pescar o cazar algún ave, sin ningún éxito. Por fín, rendido, un día probó comer algas. Eran todas asquerosas, salvo las algas amarillas que rodeaban el tanque de agua. Tenían un buen sabor, como agridulce, y le producían sensación de saciedad. Se sintió más tranquilo, al menos no moriría de hambre. Pero había que tener cuidado en no confundirlas con unas algas parecidas, también amarillas pero con lunares rojos, que eran mortíferas: había visto morir enseguida al ave que las picoteó.

Sigue mirando el mar y repasando su vida. Ahora se acuerda cómo descubrió el misterio de la electricidad que va y viene. En la biblioteca encontró un libro de Bioy Casares, “La invención de Morel” y, en base a esa interesante historia, revisó la base del faro y descubrió unas paletas mecánicas que las mareas movían  para fabricar electricidad.
Ese descubrimiento lo llevó a leer, y fue así como, en varios años de soledad, fue leyendo casi toda la biblioteca y formando cierta memoria, que no era la propia, porque la había perdido, sino que era prestada, pero memoria al fín.
Un día, al mirarse al espejo, descubrió que le habían empezado a salir en la barba unos pelos mas gruesos y que, entre las cejas, tenía como un grano. Se preocupó. ¿Estaría enfermándose? Pasaban los días y cada vez sentía mas cambios en su cuerpo. ¿Hasta donde seguirían?. Tuvo miedo de estar por morir. El proceso continuó y en cierto momento notó que cada mano y cada pie se le iban convirtiendo en tentáculos y junto a ellos le aparecían otras protuberancias. Lo único que lo consolaba era pensar que, estando solo en la isla, nadie lo podría ver tan deformado. El peor momento fue cuando vió en el espejo que el grano de la cara terminó siendo un tercer ojo y que podía ver con él y manejarlo en forma independiente. Se horrorizó.  En un momento pensó en matarse. ¿Cómo lo haría?. No podía subir al faro para tirarse porque faltaba la escalera. Se le ocurrió dejarse ahogar en la laguna. Se fue internando esa misma tarde pero le ocurrió algo muy curioso. No se ahogaba. Aunque el agua entrara en su cuerpo seguía respirando normalmente bajo la superficie. En ese momento percibió que desde que empezaron los cambios corporales estaba cada vez más fuerte y más conectado con el entorno. Entonces desistió de la idea del suicidio y se dedicó a disfrutar la naturaleza en todo su esplendor. Sus plácidas nadadas por la laguna ahora podían durar horas y estar mucho tiempo bajo el agua contemplando el colorido fondo de coral y las fantásticas criaturas marinas.
Fue una tarde, mientras veía como sus manos se habián vuelto tentáculos y se movían bajo el agua, cuando recordó un libro que lo había impresionado: “Metamorfosis” de Ovidio. En especial, el momento en que Dafne se convierte en una planta de laurel para evitar el contacto con Apolo, un momento inmortalizado por la escultura de Bernini cuya foto figuraba en el mismo volumen.  La transformación podía ser una reacción para evitar un mal y prolongar la vida, bajo una forma distinta y, quizás, superior. Desde ese momento celebró su doble dimensión.

Ahora, con el otro ojo, Octavio contempla el rostro de Marina. La mira y la ama en silencio. Recuerda cuando , en uno de sus paseos por la laguna, vió aquel rostro que lo conmovió. Fue por un segundo, ya que ella enseguida se escondió, pero lo dejó encandilado para siempre. La buscó un largo rato sin éxito y la volvió a ver recién la semana siguiente. Fue entonces que pudieron empezar a conocerse. No hablaban pero se entendían perfectamente con el pensamiento. Ella le contó que era la superviviente de un grupo de sirenas atrapadas y maltratadas por piratas, de los que pudo escapar en un descuido. Sufría por sus congéneres. Él trató de consolarla todo lo que pudo y le prometió que jamás los piratas le volverían a hacer daño. Al poco tiempo, eran ya una pareja que vivía en el faro y dormían juntos en el tanque de agua. La relación íntima era difícil pero no imposible. De todos modos ambos sabían que no podrían  tener hijos. Fue por eso que empezaron a pensar en la adopción. Octavio había leído que en Roma la adopción era una forma normal de constituir una descendencia y, además, que el verdadero padre no es el que te engendra sino el que te cría, te educa, te alimenta y te protege. Con esa idea, empezaron a buscar algún ser vivo que pudiera ser su hijo. Descubrieron dos peces jóvenes y simpáticos, un macho y una hembra, huérfanos, con los cuales se podían comunicar. Los empezaron a alimentar con algas amarillas y lograron que, con el tiempo, empezaran a desarrollar un cuello y extremidades superiores. Ya casi tenían una familia.
Sigue mirando a Marina. Sus ojos claros, su cabello rubio y ensortijado flotando, su nariz perfecta, sus labios carnosos, las escamas bien doradas y una cola suave y transparente como la seda. El amor que siente es especial. Había leído que generalmente, cuando hay amor a primera vista, éste va decayendo con el tiempo. También que, en otros casos, gente que se junta con poco amor logra que éste crezca con el paso de los años, el conocimiento y la confianza. En su caso habían sucedido ambas cosas a la vez: ¡un amor a primera vista que seguía creciendo! Se sintió el más afortunado de los amantes.

Es una mañana hermosa. La brisa acaricia la cabeza ovoide de Octavio, que emerge fuera del estanque. De golpe se enciende sola la radio, como todos los días a esa hora. La voz del locutor desea a todos buena noches y da cuenta de las noticias del día. Informa que un barco de guerra persiguió a una lancha de piratas hasta una lejana isla donde había un faro abandonado y que, cuando después de un tiroteo los apresaron, encontraron flotando en un estanque dos seres muy raros, mezcla de humanos y escualos, presuntamente aniquilados por los bandidos.
La noticia lo golpea como un rayo y cae ahora en la cuenta de que desde que llegó a la isla, ha estado escuchando por la radio de la mañana noticias del futuro, contadas la noche siguiente. Había leído sobre un fenómeno parecido, vinculado a ondas magnéticas que en ciertos lugares del pacífico pueden atravesar el tiempo, pero jamás lo había creído. Ahora era real y, además, trágico. Desesperado mira hacia el mar y descubre una lancha negra que a toda velocidad sale del océano y se dirige hacia la laguna. Detrás, un barco artillado la persigue.
Le tiembla el cuerpo y los tentáculos se le erizan. Se desespera. Quiere salir corriendo y salvar a su compañera, pero ya no queda tiempo. Lo único que puede hacer es evitarle el sufrimiento, cumplir su promesa. No lo piensa dos veces: busca desesperadamente en un costado del estanque las algas amarillas con lunares rojos. Las encuentra. Las pone en la boca de Marina. Ella entreabre los labios y sonríe apenas, medio dormida, las va comiendo, como en esos juegos amorosos que practicaron algún tiempo. Él también come algas del mismo color letal. Va sintiendo que sus miembros se relajan, comienza a desvanecerse…
Desde lo profundo de su mente, se abre paso un pensamiento:  todavía tiene el tercer ojo cerrado. Hay una posibilidad de que lo escuchado por la radio y lo que vio en la playa no sean más que un sueño, apenas un mal sueño matinal. Y entonces, más tarde, tal vez se despierten felices con su amada.

Mientras se va durmiendo, poco a poco, se le dibuja una sonrisa en los labios: esta feliz de haber mantenido cerrado el tercer ojo.






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