La Palestra




¿Te gusta ir al gimnasio?

Comienza a mover lentamente los brazos arriba y abajo. Mantiene los ojos cerrados. 
Es como un ave volando sobre el campo. Imagina la mirada de un halcón que desde lejos lo vigila, pero está tranquilo porque sabe que él puede volar más rápido. Su respiración se va haciendo cada vez más intensa.
-¡Cuidado!, escucha el grito de Luis a sus espaldas.
Abre los ojos de golpe. 
La barra de un vecino acaba de hacer un falso movimiento y el pesado disco de metal le pasó a 3 cms. de la cabeza. ¡Qué susto!
Es un lunes a la mañana y Roberto, como siempre, está en el gimnasio.

Hace seis meses, después de un chequeo general motivado por dolores en el pecho, un cardiólogo le había preguntado sobre sus hábitos de vida.
-“De casa al trabajo y del trabajo a casa”, respondió Roberto parafraseando la famosa directiva obrera de los años cincuenta -Y ojo que yo trabajo utilizando el cerebro y en mi propia oficina. Soy consultor financiero, agregó con cierta jactancia.
Es que Roberto pertenecía a una generación de hijos y nietos de inmigrantes que había visto a sus padres y abuelos deslomarse de sol a sol en fábricas, en la construcción, en el campo o haciendo changas. 
Eran trabajos donde había que poner el cuerpo”. Por eso para él, el hecho de haber podido estudiar y ganarse la vida usando la cabeza, como le gustaba repetir, lo llenaba de orgullo.
-Bueno, va a tener que poner en movimiento el cuerpo, hacer ejercicios, correr, hacer deportes o, al menos, ir al gimnasio tres veces por semana, le dijo el médico.
-¿Ir al gimnasio? ¡ni loco!, es el lugar más aburrido del mundo.
-Como prefiera, pero es hacer ejercicio o un probable infarto, Ud. elige, sentenció el galeno dando por terminada la consulta.

Lo cierto es que luego de algunos intentos de salir a correr por la mañana, frustrados por el frío, la lluvia o el sueño, su amigo Claudio lo convenció de que tenía que empezar a ir a un gimnasio y lo invitó a anotarse en el suyo.
Lo mismo le venía diciendo su mujer, Marta, pero él resistía. 
Lo último que quería Roberto era hacerle caso a ella en un tema tan privado. Ya bastante dominaba su vida como para darle más espacio. 
No era nada personal, la amaba. Pero cuando su nido había quedado vacío, un par de años atrás, el espacio del hijo ausente lo había ocupado su mujer y, desde entonces, Roberto sentía reducido su espacio vitaldentro del hogar. No solo respecto del cuarto de Alejandro, que Marta ocupó al poco tiempo con su atril, pinturas y libros de arte, sino también en materia de decisiones. 
Antes, lo que planeaba hacer cada uno, o el grupo familiar, se discutía en la mesa y había tres votos. Alejandro se inclinaba alternativamente por la opinión de uno o de otro, con cierto equilibrio al final del día. Ahora, con solo dos votos disponibles, el de su mujer generalmente se imponía.
Muchas veces Roberto asentía para evitar peleas, porque las odiaba. Provenía de un hogar de inmigrantes donde había sufrido las clásicas discusiones, llantos y portazos y quería evitarlos a toda costa. 
Otras veces aceptaba la opinión de su mujer porque, en el fondo, reconocía que era Marta quien tenía la razón. Es notable como, en ciertos temas, la visión de la mujer supera a la del hombre. El hombre se concentra solo en el objetivo, en el resultado, sin importarle otra cosa. En cambio la mujer mira más el entorno, el contexto, las emociones, los procedimientos. Es más holística, y ello fortalece sus decisiones.
Además el nido vacío les había significado un esfuerzo de adaptación. 
Es que si el matrimonio consiste en dos personas con un proyecto en común, en el caso de ellos el proyecto había sido criar a Alejandro, por lo que al irse se sintieron huecos. 
De golpe se dieron cuenta que no tenían temas en común pero, como se amaban, fueron a consultar a un especialista. 
Con su ayuda consiguieron superar la ausencia encarando proyectos personales. 
Marta retomo su taller de pintura y sus cursos de arte, los que había interrumpido con el embarazo.
Roberto, dedicó más tiempo a su verdadera pasión que era la sociología, la que en su momento debió abandonar por una carrera más lucrativa. Ahora estaba haciendo cursos en la Universidad y en un taller de investigación sobre el comportamiento humano frente a la inteligencia artificial.


Durante los primeros tiempos en el gimnasio Roberto estuvo perdido. 
No conocía a nadie, ya que él iba a la mañana temprano, antes de su trabajo, y su amigo Claudio a la noche. 
Con la única que intercambiaba algunas palabras era con Cármen, una señora mayor muy simpática que atendía en la recepción.
Tampoco sabía bien como utilizar algunas máquinas que no había visto antes. Parecían monstruos devoradores de humanos o naves espaciales. 
La peor era una a la que llamaban “la escalera”. Tenía forma de una escalera rodante, como las que hay en los subterráneos, que por momentos subía y por otros bajaba sin previo aviso y un buche enorme debajo. Decían que daba vértigo y, según una leyenda local, si no corrías lo suficiente cambiando de ritmo, podías quedar atrapado en su interior. Por las dudas casi nadie la usaba. Había que ser muy habilidoso…o muy valiente. 
A Roberto una coordinadora le había hecho una rutina simple y así había empezado: caminando en la cinta, haciendo ejercicios con pesas, que todos llamaban mancuernas, o  sentado en alguna máquina tradicional, de esas que te das cuenta enseguida cómo usarlas y para qué son. Así pasaba sus momentos en el gimnasio, cinco horas por semana, solo y aburrido. Nunca había sido bueno para hacer amigos.
Su vida cambió cuando su mujer, escuchando sus quejas, le sugirió contratar a un entrenador personal, una suerte de profesor particular, para que lo guiara en sus ejercicios tres veces por semana en el mismo gimnasio. 
Roberto consultó a Claudio, a quién le pareció muy buena la idea y él mismo le recomendó a Luis, con quien había entrenado hacía un tiempo.


Luis era un joven morocho y fornido, venido del Chaco a Buenos Aires hacia cinco años. 
En seguida hicieron buena conexión. Es que Luis representaba una serie de valores que en las grandes ciudades ya no se encuentran fácilmente. Era un muchacho transparente, respetuoso, disciplinado, de buen humor y que no hablaba de más. Creía en lo que hacía e inspiraba confianza. Esos atributos le encantaron a Roberto, que se había criado en un mundo muy distinto al actual, donde aquellos valores eran los corrientes.
Al poco tiempo Roberto descubrió que el hecho de tener un entrenador personal, que te está esperando a una determinada hora, te mueve a ir al gimnasio aunque ese día no tengas ganas. Es como un compromiso, como un pacto que hay que cumplir.
Al mismo tiempo se dio cuenta de que sus horas en el gimnasio eran más gratas. 
Ya no se aburría. Entre ejercicio y ejercicio conversaba con Luis sobre distintos temas. 
Al principio eran charlas superficiales. Con el tiempo se hicieron más profundas. 
Además se divertían contándose historias sobre la infancia de cada uno. La de Roberto en el barrio, jugando a la pelota en la calle, y la de Luis en el monte, rodeado de animales salvajes.

Los dos días en que no tenía clase con Luis, Roberto caminaba en la cinta y escuchaba música con sus auriculares. 
Por momentos cerraba sus ojos y se sentía muy bien, en un estado de relax, de placer y de energía. 
En esos momentos volvía a su cabeza un antiguo pensamiento que distingue al “trabajo” del “descanso” y a ambos del “ocio”, y que considera que es “ocio” solo aquello que tiene un fin y que se justifica en sí mismo. Aquello que te hace “fluir”, lo que no se hace para lograr otra cosa, como es el caso del trabajo. Ese estado en el que tu cuerpo y tu alma confluyen y estas bien y que podes permanecer así todo el tiempo, sin pensar en el antes ni el después. Como si el tiempo no existiese y estuvieras en un eterno y grato presente. En esos momentos se sentía fluir. 
Cuando se cansaba de caminar, después de un rato largo, volvía a abrir los ojos.
Los ratos que tenía los ojos abiertos observaba a su alrededor y, cuando podía vencer su timidez, trataba de conversar con quien estaba en la cinta de al lado. 
Fue así como conoció al “Profesor”.

El Profesor, como todos lo llamaban en el gimnasio, era una de esas personas mayores, con un aspecto de cierta fragilidad corporal, pero en cuyo rostro se vislumbraba una voluntad de hierro. 
Iba al gimnasio todos los días, a la mañana temprano y a última hora. Caminaba cansinamente en la cinta. 
Lo curioso era que nunca miraba la televisión ni escuchaba música por auriculares sino que dedicaba su atención a mirar todo lo que pasaba en el gimnasio. 
A Roberto esa actitud le pareció, al principio, un poco triste. “Pobre viejo, no debe tener nada en qué pensar y se dedica a husmear la vida ajena”, pensó. 
Conversando de cinta a cinta fue descubriendo que estaba equivocado.
En su primera charla el profesor le preguntó ¿Cuánto hace que venís a "la palestra”? 
Roberto no entendió la pregunta hasta que el Profesor le explicó que "Palestra" era el nombre que los griegos daban a sus gimnasios donde no solo educaban el cuerpo sino también el espíritu. La palestra era la base de la sociedad griega: educación para la guerra y para la democracia. Palestra y sociedad eran como dos espejos enfrentados que se reflejan mutuamente.
Luego el Profesor le habló sobre su vida: había sido un estudioso y docente universitario de sociología, la materia que Roberto amaba. 
Ese punto de contacto daba mucho interés a las conversaciones y hacía que Roberto, los días que no tomaba clases con Luis, buscara al Profesor para ponerse a caminar en la cinta de al lado y poder charlar desde allí.
En una de esas charlas el Profesor le contó cómo había definido su vocación. 
Le dijo que la primera vez que había escuchado en su colegio la palabra “sociología” le preguntó a su maestro qué era eso y, por toda respuesta, recibió la siguiente: “Un sociólogo es una persona que concurre a un espectáculo erótico no para mira al escenario sino para observa al público”. 
Al Profesor le había parecido muy original y, después de terminar el secundario, no solo se había dedicado a estudiar y a enseñar sociología (aparentemente con gran nivel porque tenía escritos varios libros) sino a observar todo el tiempo al comportamiento humano, sin juzgar y del modo más desapasionado posible. 
Le encantaban las sociedades primitivas y había postulado, a su edad, para una beca para un mes de investigación en Perú sobre la cultura Inca. 
De paso le contó que un grupo de sus alumnos, como gesto de gratitud, le habían regalado una medallita de plata con la letra “P” grabada, que lucía con orgullo en su cuello y nunca se la quitaba.
Con esa mirada original, el Profesor invitó a Roberto para que, mientras estuviera en la cinta, comenzara a observar una serie de comportamientos y situaciones en el gimnasio sobre los que nunca había reparado antes. 
Los resultados fueron interesantes.
Había muchas personas que se encontraban en el gimnasio todos los días o varias veces por semana, y sin embargo no se saludaban. Al principio le pareció mal a Roberto. Luego se dio cuenta de que, a veces, saludar al que está concentrado en un ejercicio o a quien no busca saludarte, puede ser considerado una intromisión o una molestia. 
También, que si un hombre saluda a una mujer que no conoce, en particular si ella es atractiva, puede considerarse un avance impropio si no hay algo puntual que lo justifique.
Escuchando conversaciones entre entrenadores personales y alumnos se dio cuenta que las lecciones tenían algo de terapia. 
Los lunes los alumnos contaban cómo había sido su fin de semana y los viernes hablaban de sus proyectos para el próximo. 
En la semana se conversaba de los problemas de la oficina, del hogar o de los hijos. Los profesores escuchaban, pedían detalles y daban consejos o consuelo. 
En fin, era toda una sesión psicoanalítica a la que los alumnos llegaban cargados en cuerpo y alma y se iban aliviados en los dos aspectos.
Encontró que, más allá de la apariencia de armoniosa convivencia, el gimnasio era un campo donde se libraban pequeñas batallas en distintos frentes.
Se batallaba por los programas a sintonizar en los televisores, cuando uno pedía cambiar de canal pero ya había otro que estaba mirando y se resistía. 
Por la temperatura, cuando alguien abría las ventanas y otro las cerraba, o un tercero pedía subir o bajar el aire acondicionado. 
Por los aparatos de gimnasia, si quien estaba usando alguno hacía una pausa sin levantarse y otro tenía que esperar para usarlo. 
Por las colchonetas limpias, cuando estaban casi todas usadas y quedaba una. 
Las peores batallas eran por los olores, porque es sabido que la gente raramente percibe su propia transpiración, o el olor acumulado en la remera guardada sin lavar por meses en su bolso o armario, pero los otros perciben los olores intensamente. 
No es fácil decirle a alguien que tiene mal olor y, cuando se juntan fuerzas para hacerlo, es imposible no provocar reacciones.
Viendo a los asistentes, una masa humana transpirando con esfuerzo, todos vestidos con remeras, pantalones cortos o jogging, y en zapatillas, era difícil imaginar que detrás de esos cuerpos de hombres y mujeres, a veces poco atractivos, no solo había profesionales, estudiantes, empleados y empresarios sino también políticos, jueces, periodistas y artistas, algunos famosos. 
Cuando de cuerpos se trata no hay diferencias sociales, pensó Roberto.
También descubrió que para algunos asistentes el gimnasio era un espacio de familia: había parejas, padres, hijos y hermanos haciendo gimnasia juntos o concurriendo en diversos horarios al mismo gimnasio. 
Para otros el "gym" era una oportunidad de iniciar relaciones sentimentales o de exhibición personal. No era su caso, pensó. 
Roberto había empezado a ir porque quería cuidar su cuerpo pero ahora lo principal era que se entretenía y conversaba.
El Profesor le había confesado que solo se dedicaba a caminar en la cinta porque le aburría enormemente hacer ejercicios con mancuernas y porque odiaba a las máquinas. 
Nunca había podido entender el comportamiento de los aparatos, a diferencia de lo que le pasaba con los humanos. 
En particular odiaba a “la escalera”. Percibía que había algo siniestro en ella pero, algunas veces, sentía una gran tentación de subirse a ver qué pasaba.
Para evitar el aburrimiento el Profesor le había aconsejado a Roberto que cerrara sus ojos mientras hacía la musculación con Luis y dejara volar su imaginación en el sentido de estar en plena naturaleza haciendo algo interesante. 
Roberto le hizo caso.
A Luis, su entrenador, no le gustaba nada la idea. 
En primer lugar, por no estar prevista en los manuales y en las prácticas que había hecho en la Escuela Superior de Educación Física de Roque Sáenz Peña, según las cuales el alumno debe estar atento a lo que sucede en la clase. 
En segundo término porque le parecía peligrosa. Podría ocurrir algún accidente. 
Roberto no le hacía caso y soñaba mientras musculaba: a veces era un leñador en el bosque, otras veces remaba en un río bravo o cosas por el estilo.

Ahora, que es lunes por la mañana, Roberto acaba de salvarse de recibir el golpe en la cabeza. 
Luis está muy enojado y lo reta por haber tenido los ojos cerrados. 
Roberto se siente culpable y arrepentido. No pasó nada pero se siente como quien salvó la vida por milagro luego de un obrar imprudente.
Decide dar por terminada la sesión de hoy. 
Roberto se va para donde están las cintas. Se siente mal y tiene ganas de conversar con el Profesor. 
No lo encuentra. 
Es raro, es su horario habitual y nunca falta. El Profesor no avisó a nadie de su ausencia. 
Un entrenador le cuenta que el viernes a la noche, cuando el gimnasio estaba por cerrar, vio al Profesor muy transpirado y jadeando en “la escalera”. 
Qué raro, pensó Roberto. No le gustan los aparatos, y menos “la escalera” que tiene mala fama y a la que odia. 
Roberto se preocupa. 
Lo llama al celular pero el aparato está fuera de servicio. 
Quiere ir a la casa pero en el gimnasio no encuentran su dirección. Hubo un cambio de sistema hace poco y se borró. 
Roberto, sin saber qué hacer, va hasta “la escalera” y la inspecciona, como queriendo encontrar un indicio o explicación. 
No hay nada raro. 
Se le ocurre encenderla. El “monstruo” empieza a andar. Los escalones suben y bajan como olas en el mar o como fauces buscando una presa desprevenida. 
De golpe un escalón que sube trae desde el interior de la máquina algo de metal. 
Es una medallita de plata con una letra “P”.



Roberto no lo puede creer. Estas cosas pasan solo en las películas de ciencia ficción. No puede ser verdad. 
Se sienta junto al aparato con la medallita apretada en su mano. 
Su mente trabaja ahora a toda velocidad. 
Se le vienen a la cabeza sus investigaciones en la universidad, el creciente poder de las máquinas, el internet de las cosas, la inteligencia artificial, el peligro de que los aparatos terminen teniendo conciencia propia, que tengan emociones y ataquen a los hombres. 
¡Claro! ¡Acaba de ocurrir el primer asesinato de la inteligencia artificial!
No hay dudas y él fue un testigo.
Se incorpora de un salto y va a la administración a exigir que abran de inmediato la máquina, que tiene un buche inmenso donde cabe un cuerpo humano. 
El encargado de mantenimiento no está, va solo por las tardes y las empleadas no tienen idea. 
Roberto les dice cosas horribles y sale corriendo hacia la Comisaría a denunciar la situación. 
En el apuro, se olvida el celular en el mostrador.

Ahora Carmen encuentra al celular. 
Es la única empleada que conoce a todos los asistentes al gimnasio. 
El teléfono es de última generación y en la pantalla, antes del desbloqueo, aparecen los chats no leídos.
Hay tres visibles.
Los mensajes dicen: 
-Hola Roberto. Me salió la beca y tuve que viajar de urgencia el sábado. 
-Ya estoy en Perú por un mes. 
-Avisá en el gimnasio, no vaya a ser que crean que me pasó algo¨.
Carmen los lee, sonríe y se queda pensando. 
Al fín y al cabo, ir al gimnasio a entrenar no mata a nadie.
Al contrario, puede mejorar tu vida, como le pasó a Roberto.
Y, a veces, puede darte emociones impensadas.








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