El Invisible


¿Hay alguien libre de pecado?

Dos pollos giran mansamente en un “spiedo”. Son la única atracción en el centro de la “cantina”, una modesta construcción de chapa, vidrio y cemento. 
Darío los mira mientras hace pacientemente la fila. Hace dos horas que salió de su casa, vino manejando, pero no tiene hambre. Todavía es temprano y lo sorprende que la cantina ya esté llena de gente. 
Cuando llega al mostrador dice que viene a visitar a Jesús y que quiere depositar plata en su cuenta para que hoy mismo le manden comida, de ser posible uno de los pollos. 
La empleada se ríe. 
-Nadie pudo ver a Jesús hasta ahora, por eso lo llaman ‘el invisible’, dice muy fuerte como para que todos la oigan. 
Darío no le contesta pero piensa: seré el primero. 
Es martes y está a treinta metros de la entrada de la cárcel de Marcos Paz.


Mientras hace el trámite se distrae mirando carteles: “No se guardan pertenencias, no insista”, “Contrate su viaje con Ricardo”, “Antes de retirarse controle el nombre del interno, módulo y pabellón” “Lunes a viernes familia deja plata, interno llama por teléfono y pide”, “Se imprimen los antecedentes penales”. 
No hay nada que hacer, el lenguaje autoritario penetra las cabezas y se extiende hasta la cantina.

El café es intomable. Por suerte el agua con gas viene en botella cerrada.

Sale de la cantina y empieza a caminar hacia la entrada. 
Nunca estuvo en una cárcel y le tiemblan las manos. 
Se quita los anteojos y empieza a rascarse la barba, como hace siempre para relajarse cuando se pone nervioso. 
¿Y si pega la vuelta? Al fin y al cabo nadie lo mandó. Él mismo se metió en el baile. 
¿Por qué lo hizo?
Mientras camina haciendo tiempo por los alrededores va hilvanando la respuesta. 
Durante treinta años había ejercido como profesor de lengua y literatura en colegios secundarios y le gustaba lo que hacía.
Ocurre que hacía tres años, cuando recién se había jubilado en la docencia, murió su esposa de una enfermedad incurable. 
Quedó moralmente herido y, para colmo, su único hijo estaba viviendo en Singapur. 
Se sintió solo y perdido. Empezó a quedarse en casa, a mirar televisión y a tomar alcohol. No tenía motivos para levantarse y nada lo entusiasmaba. 
Así pasó varios meses hasta que Ricardo, su vecino de toda la vida, le ofreció entrar como columnista en el periódico del barrio. 
Primero no quiso saber nada pero, fue tanta la insistencia, que aceptó probar un tiempo.
Él siempre había considerado al periodismo como una hermana menor de la literatura, pero la verdad era que a veces se había entusiasmado con la lectura de crónicas, con la comparación de los distintos estilos, con ese afán por cuidar el secreto de las fuentes y, especialmente, con ese modo tan directo de describir la realidad que tienen los periodistas.
Al poco tiempo se dio cuenta que el nuevo oficio le gustaba y empezó a escribir con entusiasmo una crónica de actualidad barrial por semana. 
Al principio escribía de cualquier tema pero poco a poco se fue entusiasmando por los temas policiales. 
Reencontró una causa para vivir y eso había sido muy bueno.

Fue en ese contexto que conoció la historia de la detención de Jesus, un “psíquico”. Alguien que se dice tiene poderes mentales para leer cabezas, mover objetos a distancia y adivinar el futuro. 
Le llamó mucho la atención que a pesar de que era un personaje muy famoso, que habría “ayudado” a cientos de personas, no existía en la web ninguna foto de su rostro. 
Hacía un tiempo la Sociedad de Médicos lo había denunciado por “ejercicio ilegal de la medicina” y lo metieron preso.
Ello había generado grandes debates en la opinión pública. Los que habían sido sus pacientes decían que era una buena persona y que los había ayudado en su vida personal. Sus enemigos, sostenían que los había engañado con falsos poderes para enriquecerse. 
En lo personal, Darío siempre había creído que Jesús tenía poderes reales y que no era un estafador.
Un día, releyendo “A sangre fría”, el libro de Truman Capote, se le ocurrió la idea de visitar a Jesus en la cárcel y hacerle un reportaje como un modo de humanizar su imagen ante el público. 
Sin mucha esperanza le mandó una carta pidiéndole el reportaje y haciendo alusión al libro. 
Cuando había perdido toda esperanza de respuesta, recibió con sorpresa una nota desde el Penal donde le notificaba su aceptación, solo condicionada a que la visita fuera en el día de hoy y puntualmente a las nueve de la mañana. 
Se ve que a Jesús le había gustado la idea. 
En la redacción del diario todos lo felicitaron. Era el único periodista del país que lo había conseguido…y ni siquiera era un profesional. En ese momento se sintió orgulloso.

Sin embargo ahora, que está parado frente al presidio y tiene que “poner el pecho”, lo que siente es miedo.
Se detiene un momento para mirar el frente de la cárcel. Es muy distinto a los de las películas. 
Hay una torre de vigilancia, pero no hay altos muros con luces, ni guardias armados, ni un pesado portón ni fosos. Es un edificio chato de cemento rodeado de alambrados y con una puerta pequeña. 
Saca el celular para tomar una foto y se da cuenta que no tiene señal de teléfono ni de internet. Los internos deben estar incomunicados y un poderoso bloqueador de señales está operando. 
¿Estar afuera del mundo digital formará parte del castigo o será una de esas tantas privaciones que, primero se ven como malas y, al final del día, resultan ser buenas?

Prende un cigarrillo para juntar fuerzas y, de paso, sacarse el gusto del mal café. 
Falta media hora para que abran pero ya empieza a haber movimientos en la puerta del presidio. Se va formando, de a poco, una fila de visitas. 
Son todas mujeres, unas pocas con niños pequeños. Hay una que llama la atención. Es jóven y está muy arreglada y perfumada. 
Al rato se entera de que no es lo que le había parecido. Es una más de las tantas esposas que vienen a hacer, cada quince días como marca el reglamento, la “visita conyugal”. 
Bueno, también los presos tienen que vivir, piensa. 
Mientras tanto, algunos uniformados entran y otros salen del penal con el apuro propio de las mañanas.

Después de un rato llama su atención un hombre grande, gordo, de aspecto oriental, que sale vestido de jogging azul cargando una gran mochila verde. 
Al pasar clava su mirada en Darío, sonríe y lo saluda con la cabeza. Sus ojos son penetrantes y reflejan mucha intensidad y cierta gratitud. En seguida desaparece. 
Debe ser un preso que termina hoy su condena, piensa Darío. 
Siente que, sin querer, fue testigo casual de un momento imborrable en la vida de un hombre: el instante en que recupera su libertad y vuelve a estar feliz y, de algún modo, hasta agradecido con todo el mundo.
Se emociona. Mira el reloj, ya son las 8,45 hs. Ya estoy lloriqueando y todavía no entré, piensa.


Ya son las nueve. En la puerta del presidio no se ve a nadie. Un cartel, con el autoritarismo esperado, dice: “golpee y espere”. Darío lo hace. El ejercicio de obediencia ya empezó. 
Al rato la puerta se abre, lo recibe un uniformado de bigotes muy serio que le pide los documentos, lo hace pasar por un pasillo y lo deja frente a un mostrador.
-Buenos días, mucho gusto, soy la oficial Ludovica y lo estábamos aguardando, le dice una señora gruesa y uniformada, con una amabilidad que no esperaba.-Es la primera y única visita que autorizó Jesús desde que llegó.
-Gracias, no sabía que era tan importante...
-Nos interesa mucho lo que pueda decirle.
-Bueno, con todo gusto les mando después el reportaje.
-Sí, sí, claro, contesta la señora y coloca en el pecho de Darío una especie de prendedor de metal.-Es para que pueda pasar los controles magnéticos, no se lo saque en ningún momento…

En seguida la oficial llama a Carlos, un joven ayudante, y le da la orden de que lo acompañe hasta el pabellón especial donde está Jesus. 
Ahora Darío está dejando sus efectos personales en una gaveta: billetera, celular y reloj. Solo puede llevar un anotador y la lapicera. 
Se siente desprotegido y a merced de la maquinaria carcelaria, casi como un preso más.

Van caminando y atravesando controles, “scanners” y puertas blindadas. 
Darío siente que se introduce en un universo especial donde conviven diariamente dos mundos, el de los que perdieron su libertad y el de los que solo acuden a hacer su trabajo. 
Pero también siente que guardias y presos están todos atrapados en la misma maquinaria expiatoria, con la única diferencia que los primeros tienen la esperanza de salir cada día en su horario.
Salen al aire libre y caminan por el campo hacia otro pabellón. Ricardo se acuerda del cuartel donde hizo el servicio militar, esa experiencia que hoy los jóvenes ya no tienen y que le produce la ambigüedad de algunas cosas del pasado: se sufren en el momento y se gozan en el recuerdo.

Ahora, le informa Carlos, tienen que atravesar un pabellón de condenados a prisión por más de diez años. 
El pasillo interior es como un desfiladero con celdas a cada costado. 
Algunos presos los miran con ojos apagados, sin expresión. Otros están acostados en sus camastros, durmiendo o leyendo. 
Darío indaga sus rostros y no ve más que sufrimiento. Qué distinto es este mundo respecto del que uno se imagina. 
Desde que estaba en el diario le habían empezado a interesar las investigaciones sobre crímenes inexplicables, esos casos de situaciones aberrantes que interrogan a la naturaleza humana. Le atraían el funcionamiento de las mentes criminales, la justificación íntima de los crímenes horrendos y de las traiciones. Los que más le impactaban eran los casos donde los crímenes se hacían sin ninguna motivación aparente. Esa delgada línea roja entre algo hecho a sabiendas y con maldad y lo hecho sin pensar y como consecuencia de la locura. 
Por eso siempre había pensado que las miradas de los criminales serían especiales. Sin embargo, aquí y ahora no observa diferencias, no son más que rostros humanos, miradas tristes o resignadas de personas caídas en desgracia cuya única motivación es la esperanza de salir algún día. 
El descubrimiento lo lleva una idea inquietante: Todos somos en parte buenos y en parte malos y, por ende, podemos cometer buenas y malas acciones, algunas que infringen la ley. ¿Y si solo dependiera de la suerte la diferencia entre estar libres o estar presos? 
Entonces le viene a la cabeza “su” propio crimen. 
Fue ese año cuando, para compensar sus magros sueldos docentes, había estado trabajando por las noches en una editorial pirata seleccionando libros extranjeros que se imprimían en el país sin pagar derechos de autor. 
Por suerte, cuando la editorial fue descubierta y los dueños huyeron, a él nunca lo descubrieron. 
Se había sentido mal un tiempo. Culpable. Casi un prófugo. Luego poco a poco lo olvidó...hasta ahora. 
Todos tenemos un esqueleto en el armario, dice el dicho. 
Al fín y al cabo, como decía el Jesús original, todos somos pecadores: “El que esté libre de pecado que tire la primera piedra”.

Pero ¿cómo se supera esa situación de crímen y pecado? 
¿Volviéndose loco, confesando y entregándose para ir a la cárcel, como hizo el personaje de Dostoievski en “Crímen y Castigo”? 
¿Y si la expiación, en lugar del castigo, pudiera lograrse compensando los daños producidos y, sobre todo, perdonando las ofensas recibidas? 
Al fin y al cabo el perdón también libera al que perdona de la carga de la ofensa. 
Viene a su mente otra enseñanza del verdadero Jesús "Perdonad y seréis perdonados".

-Yo tampoco pude verle la cara, dice de repente Carlos interrumpiendo las meditaciones de Darío.
-Yo hacía la guardia el día en que Jesus ingresó al penal y su cabeza estaba cubierta con una capucha forrada en plomo, agrega.
Ahora Carlos sigue hablando y le cuenta que a Jesús le correspondía estar detenido en una cárcel común pero que vino a una prisión federal porque solo aquí existe un pabellón especial de máxima seguridad. En el caso, lo han especialmente forrado con una suerte de malla metálica para evitar que sus poderes mentales puedan traspasar las paredes y obligar a los guardia cárceles a liberarlo. 
Bueno, piensa Darío, parece que en verdad tiene poderes, sino no tendrían tantas prevenciones.

Ahora llegan a una pabellón pintado de verde y rodeado de una gran malla metálica roja. 
Carlos golpea la puerta. Un guardia de bigotes la abre y hace ingresar solo a Darío.
-Lo estábamos esperando, dice el guardia. 
–Sígame por favor, agrega, mientras controla que el prendedor de metal esté bien colocado.
Llegan hasta una puerta blindada que parece la del tesoro de un banco. 
Tiene una compuerta ciega para pasar comida, como la de los conventos de clausura. 
Se accionan lenta y ruidosamente las múltiples cerraduras. 
La puerta se abre hacia adentro y su interior está oscuro. 
El oficial, desde afuera llama: “Jesús, tiene visitas”. 
Nadie contesta. 
Vuelve a llamar: “Jesús, salga que tiene visitas”. 
No tiene éxito. 
Al final el oficial se decide a entrar. 
Cuando sus ojos se acostumbran a la oscuridad descubre la verdad tan temida: Jesús no está en la celda.

Empiezan a sonar las alarmas del penal. Todas las puertas se clausuran automáticamente. Se requisa a los internos. Guardias armados, con sus perros, recorren todo el perímetro. El desconcierto es total. En seguida se corre la voz entre las visitas. 
Muchas mujeres ríen y aplauden. 
Algunos presos gritan entusiasmados. ¡Se escapó Jesus! ¡Viva el invisible! 
Ellos también perciben por un momento la sensación de liberación.

En la oficina del Director de la Unidad Carcelaria hay enojo y estupor. 
¿Cómo pudo ser? ¿A quién le habrá lavado el cerebro?
¡Usó el reportaje para distraernos! ¡Justo hoy que estábamos por grabarlo! ¡Qué papelón! 
Un operador empieza a proyectar los videos de la entrada del penal. 
A las 8,45 la cámara de seguridad capta de espaldas la salida de un señor gordo, de jogging azul, con una gran mochila verde en sus hombros que saluda al pasar a un barbudo de anteojos y se mete en la cantina. 
Cinco minutos después el gordo sale con algo en la mano y se sube a una camioneta. Al ampliar la imagen se ve que lo que lleva en la mano es...una pata de pollo.

Ya pasó una hora desde la fuga. Se reabren las puertas y las visitas pueden salir. 
Darío sale y mira el cielo. ¡Qué lindo es ver el sol y estar libre! 
Se le frustró la entrevista pero tiene la primicia sobre los detalles de la fuga. 
Está feliz.
Camina y llega al punto donde se cruzó con Jesús. 
Siente que ya le perdonó que lo haya utilizado para huir. 
Ahora recuerda su sonrisa y su mirada agradecida, pero se da cuenta de que, aunque lo intente, le resulta imposible acordarse de cómo era su cara.
¡Con razón lo llaman “el invisible”!






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