El accidente.





¿Cómo se vive después?

El cuerpo está boca arriba tirado en la avenida. Tiene los ojos abiertos pero la mirada fija en la nada. Un pequeño hilo de sangre sale del casco y corre a su lado. Un uniformado le está controlando el pulso. Los vecinos guardan cierta distancia y se escuchan comentarios.
-Qué locura el camión que dobló de contramano.
-Cómo se le ocurre a un tipo grande andar en moto.
Los transeúntes se detienen, preguntan y luego siguen su marcha. Se oye una sirena y, en seguida, un equipo de delantales celestes y blancos se despliega. Suben el cuerpo a una camilla y lo meten en la ambulancia, la que parte raudamente. Se reanuda el tránsito. Un camión sigue atravesado en la esquina. Muy cerca hay un patrullero estacionado. En su asiento de atrás un morocho de bigotes mira por la ventana acongojado. A pocos metros, yace destrozada una moto de alta cilindrada. Es la de Bobby.
-¡Dame tu nombre y un teléfono para avisar!, reclama una voz imperativa entre sueños y gritos.
Siente fuertes luces en la cara. Está acostado y atado a una camilla que se balancea en cada curva. No siente su cuerpo. Algo malo está pasando, se dice. Una pelirroja gordita, vestida de blanco, sigue insistiendo, a los gritos, con la pregunta. Bobby no entiende nada. No puede hablar. Al final la mujer encuentra una tarjeta en uno de sus bolsillos y hace un llamado telefónico. Qué horrible pesadilla, piensa Bobby antes de volver a desvanecerse.

 -Naciste de nuevo, le dice un médico sentado al pie de la cama. -Estás en la clínica “La Resurrección” y te vamos a cuidar, agrega.
Bobby se acaba de despertar en un cuarto verde apenas iluminado. Está con cables y sondas. Tiene las manos y las piernas enyesadas. La cara está medio vendada. No se puede mover. Lucrecia, su secretaria, está a poca distancia y lo mira con los ojos llenos de lágrimas. Él no sabe qué decir. No siente el cuerpo y no puede mover nada.
-Anteayer te salvaron el casco y la campera especial. La moto quedó hecha bolsa, agrega el médico.
Bobby no responde nada pero piensa ¿Anteayer?, para mí fue hace diez minutos, y se vuelve a desvanecer.
Después de un tiempo se despierta. No sabe cuántas horas pasaron. Ahora está solo en la habitación verde. No puede recordar el accidente. Hace memoria. Se había despedido de su vecino MartÍn que lo había acompañado en el paseo en moto del domingo por la mañana y no recuerda nada más. Sigue en cama, enyesado, en la clínica. Le hubiera gustado que todo fuera un mal sueño pero no, es la realidad: se accidentó con la moto y está internado en terapia intermedia. Celebra no acordarse. No le gustaría recordar el momento del impacto y la caída. Quizás la mente te borra el pensamiento para protegerte. 
Ya pasaron varios días y pierde toda noción del tiempo. No sabe si es de día o es de noche. Su cabeza se pone mal. Tiene sueños raros. Las noches no pasan nunca.

-Si no me llamas a tiempo después no te quejes, le dice una enfermera enojada que se acerca a la cama con una “chata” cuando ya es demasiado tarde.
Él aprendió a odiarlas. Siente muy cerca la maldad humana en el trato con ellas. Siente que la mayoría son resentidas y maltratadoras. No acuden cuando necesita algo y las llama, o le dejan a propósito el timbre llamador muy lejos y queda indefenso, a la espera de que alguien quiera aparecer para atender sus necesidades, como pasó ahora. Igualmente prefiere que las enfermeras lo traten de vos. Lo siente más cercano. Siente una gran necesidad de afecto, como un niño desprotegido, y no lo encuentra salvo en Rebeca, una enfermera morena que viene los domingos.
Después de que lo limpian y de sentir el asco del propio cuerpo se pone a reflexionar. Antes pensaba que el cuerpo humano era algo perfecto creado por la sabia naturaleza. Ahora comprueba que no es así. Tiene rotos casi todos los huesos y aplastados los órganos. Está todo el tiempo desnudo en una cama. Se siente convertido en una cosa fea. Una masa pensante y sufriente sobre la que un ejército de personas desconocidas tiene derecho a tocar, manipular, interrumpir el sueño y entrar en cualquier momento en el cuarto, aunque esté defecando sobre la sábana, como acaba de pasar. No tiene derecho al pudor. No tiene el poder de levantarte e ir al baño. Se siente una nada.
También siente que perdió todo control sobre su vida diaria y sobre lo que va a pasar al día siguiente, a la hora siguiente o al minuto siguiente. Se siente peor que un esclavo, que al menos podría desobedecer al amo.

-Les vamos a sacar hasta el último peso a esos desgraciados, no saben con quienes se metieron, le dice Mariano, su abogado, en la primera visita.
Bobby lo mira sin entender nada. Está muy confundido.
- La causa penal está ganada. Está probado que el culpable fue el camión, agrega Mariano.
Bobby sigue en silencio y el abogado le cuenta que el camión pertenece a una ONG llamada “Vuelta al Hogar” dedicada a reinsertar a gente que vive en la calle; que el chofer, un morocho llamado Ariel Gallardo, ni siquiera era profesional sino un voluntario, un ex “homeless” que manejaba sin papeles y se comió una semana en la cárcel; que lo que hay que hacer ahora es iniciar un juicio civil por daños contra los dos; que si bien el chofer no tiene un peso, la ONG tiene fondos que recibe periódicamente de Alemania, más que suficientes para responder a los daños de la moto, a la rehabilitación y al “lucro cesante”, o sea la compensación de todo lo que Bobby está dejando de ganar por no poder trabajar en su negocio.
Bobby sigue en silencio.
-Bueno, veo que todavía no le podés poner cabeza a esto, pero te aseguro que vamos a ganar juntos muchos pesos, como cuando se incendió la galería ¿te acordás? Vuelvo otro día, le dice Mariano al despedirse.
Bobby queda aún más confundido y al rato se vuelve a dormir.

-“El que no llora no mama y el que no afana es un gil”, le repite la voz de Julio Sosa cantando en medio de un sueño.
Ahora se despierta y le vienen a la mente hechos de su vida. Su infancia en el barrio jugando a la pelota en la calle. El carácter fuerte de su padre y la sumisión de su madre, quizás la única persona que amó en su vida. Los buenos momentos con sus compañeros en el colegio secundario, donde el mundo parecía un todo armónico y feliz. Su desilusión cuando empezó a trabajar y conoció cómo funcionaban las cosas. Había aprendido que la sociedad humana es una jungla donde hay que abrirse paso como sea y haciendo lo que haga falta para tener dinero. No hay lugar para los blandos o los que tienen muchos escrúpulos. La gente solo se mueve por sus propios intereses y no hay verdaderos amigos sino gente que se acerca por conveniencia. No hay que ser confiado sino muy cuidadoso. Aquél a quien hoy ayudás mañana te va a morder la mano sin miramientos. Cada uno elige si quiere ser un ganador o un perdedor. 
Recuerda que cuando escuchó por primera vez la letra del tango “Cambalache” se dio cuenta de toda la verdad que encerraba y la tomó como lema de vida. Ahora esa letra se había incorporado a sus sueños. Fue en ese mundo y bajo esas reglas que él había logrado triunfar en sus negocios. Empezó como empleado en una inmobiliaria y se dio cuenta de que el secreto del éxito consistía en comprar barato y vender caro. Así, con tiempo y esfuerzo, puso sus propios negocios y pasó por distintos ramos hasta hacerse una buena posición comprando y vendiendo obras de arte. Siempre la pareció un mercado ideal porque las cosas no tienen un valor en sí mismas, no hay casi precios de referencia y, con buen olfato y capacidad comercial, pueden comprarse y venderse cosas a cualquier precio haciendo enormes diferencias. 

-A vos lo único que te interesa es la plata, le repite por teléfono la voz de su hija en otro sueño.
Se despierta y se pone a pensar. Se había casado con Marta y había tenido una hija, Teresa, pero cuando entró en el vértigo del negocio empezó a salir de noche, a tomar alcohol y su matrimonio terminó. Tuvo luego muchas parejas, generalmente mujeres jóvenes y lindas, pero su entusiasmo le duraba hasta que se daba cuenta de que todas se le acercaban queriendo su dinero. También su hija, Teresa, había vivido pidiéndole plata, hasta que un día él le dijo que no y nunca más contestó sus mensajes. Desde entonces no la había vuelto a ver ni tenido noticias.
Al presente tenía su oficina comercial, bien puesta, en Recoleta, y la tenía a Lucrecia, su histórica secretaria y la única persona en el mundo en quien podía confiar. Ella se encargaba de ayudarlo en el negocio y en sus asuntos personales.
En medio de esta reflexión cae en la cuenta por primera vez en su vida que si bien tiene plata ahorrada y le va bien en su negocio está totalmente solo en el mundo. No se habla con su familia. No tiene verdaderos amigos. De hecho nadie lo visitó salvo su abogado por un tema profesional. Ni siquiera le quedan sus viejos compañeros del colegio de Flores con los que se peleó en la última cena a la que asistió. Eran unos perdedores, resentidos con su éxito personal…pero ahora los extraña.
Estos pensamientos lo hacen sentir cayendo lentamente hacia el fondo de un pozo oscuro y en ese trance se queda dormido. Después de un largo rato se despierta. Siente un dolor insoportable en los huesos. Nunca le había pasado. Empieza a gritar. Viene una enfermera. Él le pide un “rescate”, que es la palabra para reclamar que le apliquen morfina. Después de un rato, que se le hace eterno, le dan la droga y se calma el dolor. Pero ahora siente su mente muy confundida. También la droga le da mucho sopor. Se siente caer en un pantano y se promete a sí mismo no pedirla más. Tiene miedo de hacerse un adicto. Ya en su momento le había costado dejar el alcohol...

-¿Cuándo volvemos a andar juntos en moto?, le pregunta Martín en una inesperada visita.
Es un vecino del country “Mapuche” que, ya de grande, lo introdujo en el mundo del motociclismo. Era su compañero en las salidas de tres horas de los fines de semana y, sobre todo, en los largos recorridos que hacían por caminos del país y del exterior con un tercer compañero, Enrique. Eran viajes muy importantes para Bobby porque lo sacaban de lo cotidiano y le hacían conocer nuevos lugares. Además percibía la admiración de sus compañeros de viaje cuando les contaba sobre sus buenos negocios y eso le hacía sentir bien.
Bobby sabe que la pregunta es capciosa y que Martín se la hace para animarlo, para disimular lo mal que lo ve, para darle seguridad de que se va a recuperar pronto y bien.
-Nunca más, contesta Bobby. Pero aspiro a seguir acompañándolos en los próximos viajes manejando una camioneta, agrega intentando una sonrisa desde su cara vendada.
Ocurre que después del accidente, y en la medida que su cabeza se fue despejando, sintió que al dolor y a la incertidumbre sobre su recuperación se le sumaba una horrible pérdida: nunca más se iba a poder subir a una moto. Su secretaria se lo hizo prometer pero él ya lo tenía decidido desde el primer momento. No se iba a exponer a otra experiencia similar. Entonces, para mitigar la pérdida, se aferraba a la idea de poder disfrutar esos viajes grupales, aunque fuera en una camioneta.

-¿Preferirías enterarte de que te estás por morir, o solo morirte sin darte cuenta?, le pregunta Javier, el sacerdote de la iglesia de al lado que ocasionalmente visita a los internados en el sanatorio de “La Resurrección”.
Bobby no sabe que contestar. Ya pasaron algunas semanas desde el accidente y hace unos días que venía pensando sobre la muerte. Así como no recuerda el momento del accidente piensa que podría haberse muerto, haber terminado todo de golpe…sin siquiera darse cuenta. Es como si se apagara la luz y uno no se da cuenta de que se apagó, que el juego terminó. Le horroriza la idea. Siente la transitoriedad de la vida. Que te podes morir sin darte cuenta y que el mundo va a seguir girando igual. 
La familia de Bobby era protestante, por su origen dinamarqués, y se habían tenido que convertir al catolicismo para poder entrar a la escuela parroquial del barrio, inclusive sus padres debieron casarse por el rito católico. Pero él siempre fue un agnóstico, no afirmaba ni negaba la existencia de Dios. Ahora, que había estado cerca de la muerte, tampoco le pareció bien hacerse creyente por necesidad. Es así que se había aferrado a una idea que proviene de la astrofísica, que sacó de un libro de los tantos que había leído, que hablaba de la existencia de “universos paralelos”. Entonces, uno se podría morir en este mundo y seguir viviendo en otro. Había armado ese consuelo.
El cura insiste con la pregunta. Bobby sigue sin contestar. Es que la pregunta tiene su trampa. Saber que te vas a morir no es lindo pero morirte sin enterarte que te estás muriendo parece un sinsentido. No podés despedirte de la gente, arreglar las cosas pendientes, reflexionar al final de la vida sobre su significado o, si te queda un tiempo, hacer toda una lista de cosas que postergadas que te gustaría hacer antes de irte…
-Hay que vivir teniendo arregladas tus cosas como para que, si te sorprende la muerte, no te queden cosas pendientes, responde Bobby después de un rato y hasta sorprendido por la sabiduría de su propia contestación.
-Buena respuesta, contesta Javier. En mi caso prefiero enterarme antes y prepararme, agrega.
La charla sigue animada, a pesar  de lo lúgubre del tema. Aparece la cuestión de dejar un legado, un mensaje, una obra para las generaciones futuras, como una forma de trascendencia.
Ahora Javier ya se fue y Bobby se interroga: si me hubiera muerto ¿Cuál habría sido mi legado? No encuentra ninguna respuesta.

-Los muertos tienen una buena vida mientras los recordemos con cariño, le dice una abuela mexicana a su nieto en la pantalla del televisor de su cuarto. Es una escena de la película “Cocó”, que Bobby acaba de ver luego de cambiar de canal, cansado de recibir tantas malas noticias.
Se queda pensando un rato. La idea, aunque fantástica, le parece muy atractiva y, en un punto, concuerda con su propia experiencia. Su madre, con quién tenía una relación muy especial, había muerto hace mucho. Pero él, entonces, sentía que de algún modo seguía viviendo dentro de su mente. Que tenía un lugar adonde a veces dirigía su atención para recordarla e, inclusive, para dialogar con ella. No estaba loco, sabía que su madre estaba muerta pero su recuerdo la mantenía viva en su mente. Eso había pasado hace mucho pero ahora la situación le vuelve a la cabeza. Piensa, además, que ser recordado es una especie de inmortalidad social. Una forma de perdurar después de la muerte en la memoria de los vivos. Muchos de los grandes personajes del mundo lo persiguieron y lo lograron. Ni que hablar de los faraones, los reyes y los emperadores que hicieron grandes monumentos y/o conquistas. También es el caso de los grandes artistas o científicos que hicieron obras o descubrimientos que se siguen admirando por mucho tiempo. Eso escapa claramente a sus posibilidades, pero vuelve a su cabeza la idea de dejar un legado, algo que sirva a otras personas después de que él no esté y que, de algún modo, justifique y de sentido a su existencia. Algo que mantenga la memoria de su nombre incluso más allá del recuerdo de su propia familia, que en el caso intuye no existirá.

-¿Qué aprendiste con el accidente?, le pregunta un día Alberto, un ex compañero de escuela secundaria, con el que de vez en cuando habla por teléfono y ahora lo visita.
Es el único del grupo del colegio que le siguió hablando después de la cena de ruptura, donde Bobby había despreciado a todos sus ex compañeros por considerarlos fracasados en la vida. Alberto tiene un pequeño comercio pero además, y ya desde la época del colegio, es un admirador de la espiritualidad oriental.
-Que con 60 años estoy grande para andar en moto, contesta Bobby sabiendo que está evadiendo los alcances de la pregunta.
-No, me refiero a qué te enseñó el hecho de haber sentido la proximidad de la muerte. Te pregunto si has pensado si éste hecho va a modificar tu vida o si va a seguir todo igual que antes, o si va a ser todo peor. Si vas a ser un “renacido” o solo un sobreviviente.
-¿Cuál sería la diferencia?, pregunta Bobby.
-El sobreviviente queda resentido por el accidente y se siente una víctima con derecho a exigir cosas de los demás. En cambio el “renacido” es el que, después de ver de cerca la muerte, incrementa su amor por la vida y por el prójimo. Queda mejor que antes siguiendo al lema de los "resilentes":" lo que no te mata te fortalece".
Bobby se queda callado un rato, como pensativo.
-Todavía no tengo esa respuesta. Por ahora estoy sufriendo este presente de dolor y de incertidumbre sobre mi recuperación y no puedo pensar en otra cosa, dice después de un tiempo.
-Precisamente este es el momento de pensar en eso, de reconocer la oportunidad y aprovecharla, le dice Alberto con una sonrisa al despedirse.

Ya pasaron dos años desde el accidente. Son las siete de la tarde de un martes de primavera. El local de la Avenida Quintana está reluciente. Un grupo de personas se reparten entre el interior del negocio y la vereda. Un mozo sirve copas de vino espumante y bocaditos mientras un saxofonista toca jazz. Las árboles dejan ver el juego de luces y sombras del atardecer.
-Bienvenidos todos, dice Bobby dando comienzo a un breve discurso.
-Hoy estamos reinaugurando esta galería de arte que, desde ahora, va a cambiar de nombre y a centrarse exclusivamente en un tema: La mirada, desde las artes plásticas, de nuestros hermanos que viven en situación de calle. La idea es hacer visible lo invisible para generar empatía y ayuda. Para eso he creado una Fundación, le he pasado la mayoría de mis ahorros y con esos fondos se promoverán y adquirirán las obras de arte y se pagarán los gastos de la galería. El producido de las ventas será destinado totalmente a la ONG “Vuelta al Hogar”, como un modo de ayudar a su gran causa. Además se contará con el asesoramiento “ad honorem” de un prestigioso abogado especializado en arte, el Dr. Mariano San Martín…
-También hoy incorporamos formalmente a un gerente general, con gran experiencia en la ayuda social, y a una joven asesora artística, con gran sensibilidad y capacidad de trabajo. Ambos son nuevos en el negocio pero de total confianza. Pido un fuerte aplauso para Ariel Gallardo y para Teresa Christensen…mi hija.
-Finalmente, quiero agradecer muy especialmente a algunos de los presentes. A Lucrecia Fernandez y a Martín Roncoroni, por su apoyo y cariño de siempre. Al padre Javier Gerek y a la enfermera Rebeca Rodriguez, que me acompañaron en mi convalecencia. Y, muy particularmente, a mi amigo Alberto Gomez, quien ha venido acompañado por todos mis compañeros de colegio, que siempre han sido mis verdaderos amigos aunque yo no me diera cuenta…

Ahora, dos horas después, ya todo terminó. Los asistentes volvieron a sus casas, unos al centro, otros a los suburbios y algunos retornaron a los albergues públicos de la Ciudad donde temporariamente viven hasta que consigan un “hogar”.
El negocio está cerrado y su interior oscuro. Sin embargo en su frente continúa iluminando la calle un cartel con el nombre del local. Su luz seguirá brillando mientras Bobby viva…y después también. Su nombre es "El Renacido".







P.D.: Podés encontrar otros cuentos, crónicas y relatos de viajes en este mismo blog







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