"Como un hijo"
Cuando el amor no discrimina
Abrazados como un padre con su hijo están los dos en medio de la noche pampeana.
Las luces delanteras de la
camioneta hacen brillar el rostro de Tomi, que yace encandilado con los ojos
muy abiertos, e iluminan la espalda de Marcelo, el marrón raído de su campera.
El resto queda en la penumbra.
A su alrededor, un campo solitario frío y
oscuro.
Hay silencio, apenas alterado por el sonido suave de un motor. El
vehículo, con la puerta abierta, ha quedado a pocos pasos, en el lugar donde
Marcelo lo dejó al bajarse corriendo, después de clavar los frenos cuando la
figura de Tomi apareció como un fantasma en su parabrisas.
Había sido un largo día de cacería
compartida.
Para Marcelo, salir de caza era un hábito heredado de su padre que él
había continuado sin cuestionamientos, a pesar de su gran amor por los
animales.
También había heredado una gran parquedad y una notable conexión con
la naturaleza. Hablaba solo lo indispensable y podía estar horas en silencio
sintiéndose bien mientras observaba el campo y escuchaba sus sonidos.
La cacería conjunta había
terminado muy tarde, con apenas un par de perdices en la bolsa, pero Marcelo
estaba feliz mientras volvía a su casa ya que había disfrutado la naturaleza y
pasado el tiempo con Tomi, viviendo aventuras y sintiendo su joven compañía
mientras ambos corrían atrás de alguna presa.
Marcelo estaba casado con Hanna
desde hacía muchos años. No podían tener hijos. Al menos eso les había diagnosticado
el médico del pueblo cuando lo consultaron, preocupados por el paso del tiempo
y la ausencia de embarazos a pesar de que pasaban muchas horas de intimidad en
la enorme propiedad familiar que cuidaban en el sur de Córdoba.
La noticia de
la infertilidad marcó un punto de inflexión en la pareja, a partir del cuál
comenzaron algunos recelos.
A Marcelo la noticia lo entristeció. Siempre había
sido muy apegado a su padre, que había muerto prematuramente. Quería tener un
hijo y reeditar con él las aventuras de su infancia.
El momento en que Tomi llegó a la
casa, por iniciativa de un vecino que lo presentó, fue difícil para Marcelo.
No
se adaptaba a la presencia de un extraño que interfería en su ya difícil intimidad
con Hanna.
A su vez ella se había hecho rápidamente muy amiga de Tomi.
Marcelo
se sentía desplazado pensando que ella no le prestaba la misma atención que
antes.
Recelaba del tiempo que Hanna dedicaba a Tomi cuando salían juntos a
caminar, a controlar la huerta y recorrer las áreas sembradas.
Se preguntaba si
ella no pensaría que él era el culpable de no tener hijos y que se lo
demostraba aferrándose a alguien que no era hijo de él.
Sin embargo, este era
un tema del que nunca hablaron ni se hubieran animado a hablar. La conexión en
la pareja era emocional y física.
Él tampoco había conversado con su padre de ningún
tema que excediera la vida cotidiana, ni siquiera cuando salían a cazar y
pasaban mucho tiempo juntos.
Bueno, en realidad, una vez sí. Fue una vez en
que Marcelo, a quién le encantaba viajar en la caja del viejo rastrojero, se cayó en un banquinazo y observó, aturdido, cómo el rodado se alejaba
sin percatarse de que él ya no estaba arriba.
Fue quizás uno de los peores
momentos de su vida.
Luego de un tiempo, que se le hizo eterno, su padre volvió
a buscarlo.
-Tuve mucho miedo- le dijo el chico mientras lo
abrazaba.-…te quiero mucho, Papá- siguió diciendo sin parar a respirar -…nunca
me abandones.
Su padre no respondió, pero ambos sintieron una
conexión inalterable.
Habían pasado un par de años desde que Tomi vivía
con ellos y estaban todos en el patio en una tarde de verano.
-De qué te reís- le preguntó él a Hanna, sorprendido ante la
primera carcajada en mucho tiempo
-De nada- le dijo ella, que seguía festejando como
Tomi jugaba a asustar a una gallina en medio del patio.
Fue allí que Marcelo terminó de
darse cuenta de que Hanna había vencido sus recelos y estaba más feliz que antes
por la presencia de Tomi. Esa felicidad lo hizo comenzar a aceptarlo.
Con esa
nueva actitud, poco a poco lo fue conociendo mejor, apreciando y valorando.
Ahora, tres años después de su llegada, él también lo sentía como a un hijo y percibía
que había un sentimiento recíproco.
Siempre salían de cacería Marcelo
y Tomi solos. A Hanna no le interesaba la actividad y se quedaba leyendo,
cocinando o mirando televisión.
Habitualmente Marcelo viajaba solo en la cabina
de la camioneta porque Tomi sufría el encierro y prefería ir atrás en la caja. Marcelo se daba cuenta que a Tomi le gustaba ver el paisaje, sentir el viento en la cara y respirar aire fresco.
Por eso Marcelo conducía siempre muy despacio y con cuidado en medio de las
huellas y senderos del campo.
Esa noche, cuando Marcelo había
regresado a la casa y miró hacia atrás buscando a Tomi descubrió la caja vacía.
Se quedó paralizado y sintió helada la sangre. Recién después de unos segundos
pudo reaccionar, le gritó algo a Hanna y emprendió el regreso al campo a toda
velocidad.
El corazón le golpeaba el pecho, respiraba con dificultad, las manos
le transpiraban y la garganta estaba seca.
La camioneta avanzaba a los saltos
entre senderos y huellas que solo él conocía y que por momentos la oscuridad le
obligaba a adivinar.
Mientras tanto lo asaltaron horribles pensamientos.
Seguramente Tomi se había caído por culpa de una mala maniobra suya. Quizás se
habría golpeado y estaría herido. Estaría solo, en medio de la nada, con frío y
sintiéndose abandonado o pensando que a Marcelo no le importaba su suerte.
En
cambio él, con esa obsesión de llegar pronto a la casa, ni siquiera había
mirado alguna vez por el parabrisas trasero para ver si Tomi estaba bien.
Ahora, los dos continúan
abrazados en medio de la nada, sin pronunciar palabra, escuchando cada uno el
latir del corazón del otro, que poco a poco encuentran su ritmo.
La noche sigue
inmensa y oscura, pero ya no es fría sino plácida.
Su negrura los cobija y los
hace sentir más cerca, más integrados, como uno solo, como un padre y un hijo fusionados
más allá de toda diferencia.
¿Cuánto tiempo hace que están abrazados sin
moverse ni hablar?
Nadie lo sabrá jamás.
Para ellos es un momento eterno, uno
de esos momentos de encuentro que uno querría prolongar por su
plenitud.
Y también por esa fuerte sospecha de que nada de lo que el futuro nos depare
podrá superarlo.
El grito cercano de un tero los
despierta del ensueño.
Lentamente se separan.
Marcelo ayuda a Tomi a subir a la
camioneta, lo acuesta en el asiento trasero y lo cubre con una frazada.
No lo va a dejar que viaje en la caja nunca más, le guste o no.
¡Jamás va a permitir que sufra otro accidente su amado Fox terrier!
P.D.: Podés encontrar otros cuentos, crónicas y relatos de viajes en este mismo blog
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