"Ruperto el golfista"
¿Quién escapa al destino?
Fue así que conoció a
Estela, una profesora de Golf que le recomendó un viejo cliente de nombre
Fabián. Ella era una ex campeona de golf que pasaba su madurez dando lecciones,
no para ganarse la vida, que ya tenía segura en lo material, sino como un modo
de evitar el aburrimiento, que es la maldición dada por Dios a los ricos. Por
eso sólo enseñaba a gente que consideraba divertida: artistas, políticos,
diplomáticos, empresarios.... Ella aceptó tomar como alumno a Ruperto, al que
le habían descripto como un pálido ex ingeniero de sistemás que misteriosamente
había hecho buena plata, sólo porque se lo recomendó Fabián, a quien admiraba y
con quien tiempo atrás tuvo una especie de romance que aún seguía con final
abierto.
La cita para la primera clase fue
en el driving de la Costanera Norte, lugar donde los golfistas de todas las
clases y categorías, dejando a un lado sus diferencias y unidos por el miedo al
fracaso, se encuentran durante los días de semana para practicar el deporte más
odiado y amado del mundo. Esa igualdad desaparece los fines de semana cuando
cada uno va por su lado al Club que le corresponde, según su status social,
bolsillo o nivel de juego, para rendir examen de golf ante el inapelable
tribunal de sus compañeros. De dicho exámen dependerá, en muchos casos, su
estado de ánimo de la semana siguiente y, por encima de ello, su autoestima y
el sentido de su propia vida.
El día fijado para la primera lección
Ruperto, conforme con su estilo, fue preparado para deslumbrar a Estela con
relucientes palos de golf, vestimenta reglamentaria y zapatos a tono. Estaba
tan elegante que podía haber sido confundido con un exitoso profesional vestido
para disputar el torneo de Augusta, el más famosos de Estados Unidos. Pero
Estela, que de golfistas conocía mucho, en seguida se dio cuenta que se trataba
de elementos de golf conseguidos de segunda mano por internet, en buen estado
pero de baja calidad, lo que evidenciaba que el hecho de que Ruperto fuera rico
no impedía que fuera algo miserable . Se miraron fijamente un rato. La primera
impresión no fue feliz para ninguno. Ruperto esperaba una mujer de físico más
atractivo y acorde con una sensual voz telefónica. Estela no lo vió como un
tipo divertido y, para castigarlo le dio una primera clase teórica, lo que
decepcionó las ganas de empezar a practicar de Ruperto. De esa clase recordó sóolo
dos cosas básica: se sale a jugar en grupos de cuatro y gana el que completa
los 18 hoyos con menos golpes.
En cuatro meses de clases Ruperto
estaba listo para salir a jugar a una cancha y Estela lo recomendó al Club “San
Alberto”, donde ella había competido en su mocedad y tenía muchos amigos. Fue
así que empezó a jugar y a sentir los miedos de todos los principiantes: en la
salida a la cancha, ante la vista de todo el club, el miedo a errarle a la
pelota en el primer tiro o pegarle muy mal. En otros hoyos: la vergúenza frente
a sus compañeros de tirar mal e irse al agua, de dejar la pelota dentro de las
ramás de un árbol, de mandarla fuera de la cancha, o de demorar el juego ante
la mirada impaciente o fastidiosa de los otros miembros del grupo. Lo curioso
fue que esas experiencias negativas, que lo estresaban, no lo frenaron sino
todo lo contrario. Tenía la sensación de estar entrando a otra dimensión
encontrandose con algo que daría sentido a su vida, por lo que intensificó sus
clases con Estela y sus prácticas en el driving.
Luego de un año, una mañana de
sol mientras caminaba por el campo de golf tuvo una epifanía y se dio cuenta que
ya era un jugador de golf: tenía cierta experiencia y regularidad, un handicap
razonable para su edad, y podía jugar con cualquiera sin pasar vergüenza. Al
mismo tiempo comprendió que estaba atrapado por ese deporte y se sorprendió
pensando que ahora no le interesaba otra cosa más en la vida que ganar al golf.
Y, lo peor de todo, que ya no le importaba el método para ganar, debía hacerlo
a cualquier precio. Lejos de rechazar esta última reflexión, que podría ser
considerada malsana por un moralista, la hizo propia y se propuso armar un plan
para ganar siempre. Fue entonces que su mente de ingeniero encontró una fórmula
con dos tácticas combinadas: la primera, hacer que le anoten menos golpes por
hoyo. La segunda, lograr que sus adversarios en la lìnea hagan más golpes por
hoyo. Para lograr lo primero debía hacer trampa. En ello lo ayudaron los usos y
costumbres del golf. Es que curiosamente, siendo un juego con miles de reglas
no tiene árbitros ni jurados, salvo en grandes torneos. Si bien los golpes
que da un jugador los debería controlar su compañero de línea, en la práctica
cada jugador declara al final del hoyo los golpes que hizo y el compañero los
toma por buenos y los anota en su tarjeta. Entonces, cuando jugaba y
sabía que no era observado, movía la pelota de lugar mejorando el futuro tiro,
reemplazaba una pelota perdida afuera del campo por otra igualita que
ponía adentro, o directamente declaraba algún tiro de menos al final del hoyo.
La segunda táctica era más
perversa. Consistía en trabajar sobre la cabeza de sus oponentes para hacerlos
poner nerviosos y que erraran los tiros importantes. Sabido es que las
conversaciones entre golfistas están reglamentadas, y que no se puede hablar en
el momento del golpe, ni preguntar qué palo se usó o se usará en un tiro
determinado. Sin embargo, los usos y costumbres hacen que los jugadores
dialoguen mientras esperan turno para tirar o caminan juntos la cancha,
lo que a veces es motivo de negocios y amistades. En el caso de Ruperto, su
nefasto plan incluía el averiguar el nombre de las tres personas anotadas en el
Club con las que jugaría en la misma línea el sábado siguiente y, con ese dato,
utilizar todas sus armas informáticas para encontrar en la vida de cada uno de
ellos un hecho o circunstancia con aptitud para ponerlo nervioso: un divorcio,
una quiebra, una muerte, una enfermedad, un fracaso profesional, un amorío, un
secreto, una estafa, una denuncia penal, una pelea con un socio, una desgracia
en la familia, una vergüenza, o lo que fuera. Era así que munido de esa
información crítica, aprovechaba algún momento de charla informal para sacar un
tema de conversación que produjera en su interlocutor el recuerdo del hecho
ingrato y que lo llevara a un estado de nervios para hacer un mal tiro.
El plan resultó y, en seis meses,
Ruperto era un jugador invencible, tan admirado como odiado por todo el Club.
Esto último porque era un engreído, un despectivo, alguien que se creía
superior y que nunca abría su corazón al grupo, alguien con el que sólo se
podía hablar de sus éxitos en el golf. Y cuanto más ganaba más superior se
sentía y más despreciaba al resto de los mortales. Su vida era ganar al golf y
sentía que la vivía plenamente.
Por fín, llegó el momento del
torneo anual del Club, con participantes locales y de otros clubes. Había
grandes ceremonias e importantes premios y, sobre todo, el premio mayor: la
Copa de Oro “San Alberto”, codiciada por todo golfista no profesional que se
precie de tal. Ruperto se anotó y, utilizando sus estrategias, logró pasar dos
rondas y estar en la final. Averiguó con anticipación los antecedentes de
quienes integrarían la línea ese domingo y se encontró con una sorpresa: había
un inscripto que no respondía al patrón común de los jugadores con los que
hasta ahora se había enfrentado: se trataba de Ceferino, un jóven de 18 años
nacido y criado en el Chaco, que provenía de un programa de integración social
de una comunidad aborígen Quom. “Caramba” pensó, “¿y a este qué le puedo
decir?”. El interrogante le duró poco ya que en seguida encontró las diversas
penurias experimentadas por la tribu y una situación personal de Ceferino como
alguien víctima de abusos. “Bingo”, pensó.
El día del gran juego, de los
cuatro finalistas hubo dos que se destacaron y quedaron en situación de definir
la copa: Ruperto y Ceferino. Cuando estaban por empezar el último hoyo, Ruperto
se acercó casualmente a Ceferino y le hizo un comentario sobre una noticia que
había leído sobre abusos en pueblos originarios. Ceferino, que estaba esperando
turno para tirar, se detuvo en seco, lo miró fijamente muy serio, luego le
sonrió y sacó de su bolsillo un papel que decía “Perdón, no hablo español, sólo
el idioma de los Tobas”. Luego de ello, hizo un tiro de salida excelente dejando
la pelota muy cerca de la bandera. Ruperto se sintió herido de muerte. Por
primera vez su estrategia fallaba y ¡en qué momento! Entonces su estrategia le
jugó en contra y Ruperto, nervioso, hizo un mal tiro de salida. Fue así que,
luego de pocos golpes, se encontraron definiendo la copa de oro en el último
tiro. Ceferino tiró primero un “put” muy difícil que, pese a la distancia,
entró limpio en el hoyo y produjo una viva reacción del público. Ahora el turno
de Ruperto, si embocaba, empataba pero se quedaba con la Copa de Oro por una rara
regla de ese torneo que favorecía al local. De lo contrario, iba a perder por
primera vez en mucho tiempo y nada menos que la Copa de Oro. Pero Ruperto, en
lugar de dedicarse a medir el tiro, no podía sacar su vista del rostro de
Ceferino. Lo vio joven pero sufrido. Lo vio humilde pero con una enorme
dignidad. Lo vio serio pero en paz. Y en los pocos segundos que mediaron entre
el tiro de Ceferino y el de Ruperto, éste sintió lo que nunca había
experimentado antes en su vida: la posibilidad de renunciar a algo para
beneficiar a otro, sacrificarse para hacer un bien. Era una idea extraña,
desconocida, casi subversiva, pero se le iba colando en la cabeza con la fuerza
arrolladora que tienen las revoluciones cuando inician. En pocos segundos esa
idea lo dominó. Tiró el “put” cerrando los ojos para no controlar el tiro. Se
quedó con los ojos cerrados y los oidos abiertos. Despues de un tiempo, que le
pareció un siglo, se sintió el suave sonido de una pelota de golf entrando en
un hoyo. Era una dulce música para los oídos de cualquier golfista del mundo.
Para Ruperto significó otra cosa: nada lo libraría de su destino.
P.D.: Podés encontrar otros cuentos, crónicas y relatos de viajes en este mismo blog