Madre hay una sola
“Otro día en el Paraíso” pensó ella mirando por la ventana cuando recién se había levantado. Luego, mientras rezaba en silencio, puso la pava al fuego para el té y salió en bicicleta a comprar tortitas negras para el desayuno, como hacía todos los días. Mientras tanto nosotros, que en ese momento todavía éramos nueve hermanos porque Cristián no había nacido, seguíamos durmiendo en distintos lugares de la casa: las chicas grandes en un cuarto, yo con los más chicos en otro, y dos hermanas del medio en un sofá cama que había en una especie de living que daba al frente. La casa era de madera y estaba en la playa, clavada en pilotes sobre la arena, entre el mar y el murallón donde terminaba el pueblo. Estábamos veraneando en Claromecó, un pequeño balneario al sur de la Provincia de Buenos Aires. El lugar, con buen tiempo, era un paraíso por sus enormes y suaves playas, arena fina, grandes médanos, arroyo, faro, almejas, buena pesca, poca gente y un sol que salí...