Madre hay una sola






“Otro día en el Paraíso” pensó ella mirando por la ventana cuando recién se había levantado. Luego, mientras rezaba en silencio, puso la pava al fuego para el té y salió en bicicleta a comprar tortitas negras para el desayuno, como hacía todos los días. 
Mientras tanto nosotros, que en ese momento todavía éramos nueve hermanos porque Cristián no había nacido, seguíamos durmiendo en distintos lugares de la casa: las chicas grandes en un cuarto, yo con los más chicos en otro, y dos hermanas del medio en un sofá cama que había en una especie de living que daba al frente. 
La casa era de madera y estaba en la playa, clavada en pilotes sobre la arena, entre el mar y el murallón donde terminaba el pueblo.  Estábamos veraneando en Claromecó, un pequeño balneario al sur de la Provincia de Buenos Aires. El lugar, con buen tiempo, era un paraíso por sus enormes y suaves playas, arena fina, grandes médanos, arroyo, faro, almejas, buena pesca, poca gente y un sol que salía y se ponía en el mar. Además, la casita tenía en su frente y en todo un costado un ancho pasillo con una baranda donde podías sentarte a contemplar el mar a cualquier hora, especialmente por las noches. 
Era febrero y Papá no estaba, se quedaba trabajando en Buenos Aires y venia los fines de semana. Julia, la señora correntina que nos cocinaba y lavaba la ropa, también dormía en su cuartito, junto al lavadero. A nosotros nos costaba mucho levantarnos a la mañana, sea porque andar todo el día corriendo por la arena nos cansaba, porque nos quedábamos charlando hasta tarde a la noche o porque el aire de mar te hace dormir más.
Ese día, cuando ella volvió de la panadería, abrió la puerta de cada cuarto, prendió la luz y nos llamó a desayunar. No hubo caso. A las nenas en el sofá cama las movió y destapó. Tampoco tuvo éxito inmediato. Volvió a la cocina, sirvió el té, preparó la mesa del comedor e insistió. Nadie se movió. Entonces ella pronunció en voz alta sus poderosas frases:
–Arriba chicos, que es un día de sol.
-Levántense a aprovecharlo que hay muchas cosas lindas por hacer.
-Apenas hay un poco de viento.
Nos levantamos, desayunamos y luego empezamos nuestras rutinas de colaboración hogareña: lavar la vajilla del desayuno, secarla y guardarla, barrer, hacer las camas, ordenar, etc. Cada uno tenía las reglas anotadas por ella en un papel, con su cuidada caligrafía de maestra de escuela, en la puerta de su ropero. A eso se sumaban los cien bombazos que los mayores debíamos hacer por día para llevar agua al tanque, ya que no había motor eléctrico
 A mí me tocaba además, por ser el mayor de los varones y tener once años, ir a buscar el hielo a una fábrica en el pueblo. Había heladera pero no era eléctrica sino una especie de conservadora donde todos los días había que colocar media barra de hielo que yo traía en un lindo carrito de metal rojo, con ruedas de goma, que tenía pintado un nombre criollo “chajá”. 
Cuando estaba por salir, ya frente a la puerta, ella me dio unas antiparras. Las tomé sin entender y salí. Afuera era un infierno. El viento sur soplaba como nunca y hacía volar la arena que se te metía en el pelo, en la boca y en la ropa, te picaba las piernas, se te pegaba a la piel y te enceguecía. El mar rugía y estaba negro y encrespado por un temporal con enormes olas que avanzaban sobre la playa, absolutamente desolada. Era algo espantoso. Me puse las antiparras para proteger los ojos, subí al pueblo casi a tientas por una escalera de material y empecé a caminar tirando de la manija del carrito.
Al rato, mientras caminaba por el pueblo, como las edificaciones amortiguaban la furia del viento,  todo parecía como en un día normal. Distraído, en un momento, miré al cielo y me di cuenta de que no había una sola nube. Era cierto que era un día de pleno sol como nos había dicho ella. 
Un rato más tarde, todos nos habíamos olvidado del temporal y jugábamos despreocupados como siempre.
Con el tiempo me di cuenta de una cosa muy importante. Ella sabía apreciar lo positivo de cada situación y se lo transmitía a sus hijos. Podía ver algo bueno donde todos veían solo lo malo. Podía transmitirnos optimismo en cualquier situación.

Hoy pasaron más de sesenta años. 
Claromecó creció mucho y en sus playas no quedan rastros de nuestra casita, devorada por el viento y por la arena.
Ella, cuyo nombre era Susana, hace tiempo que partió buscando su paraíso eterno.
De sus diez hijos nueve todavía estamos aquí, por distintos caminos y con diversa suerte.
Pero todos sentimos que sus palabras, las de ese día y las de tantos veranos con mucho sol, siguen iluminando nuestro corazón por siempre.

¡Gracias Mamá!

(escrito y reescrito en Buenos Aires, cada Día de la Madre)



Comentarios

  1. Hermosa e inteligented ladebio ser su mamá y usted unhijo agradecido me gustó mucho su recuerdo de su infancia

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Hermoso mí madre también nos enseñó eso en el norte donde el sol quema pero nos embellece

      Eliminar
    2. Muchas gracias. Me da mucho optimismo.

      Eliminar
  2. Muy bueno!!! Hermoso homenaje!!!👍

    ResponderEliminar
  3. Precioso recuerdo de su Mama nosotros vivimos algo así éramos 13 hermanos muy lindo homenaje !!!!❤❤👍

    ResponderEliminar
    Respuestas
    1. Qué lindo ser muchos, a pesar de las dificultades. Muchas gracias.

      Eliminar
  4. Muy linda tu historia dr.edu...
    Tuve el placer de conocerla a tu madre agradecerle sus enseñanzas y palabras,hermosas persona...beso te al cielo.

    ResponderEliminar
  5. Hermoso recuerdo !!! Que sentido homenaje!!!

    ResponderEliminar
  6. Muy conmovedor, Eduardo.Tomaste mucho de tu mamá, además de las antiparras

    ResponderEliminar

Publicar un comentario

Entradas populares de este blog

La Providencia