En Montevideo, como un turista.



A la mañana siguiente ya amanecemos en el puerto de Montevideo. Es un lindo día de sol. A la izquierda de la bahía vemos el Cerro, cuyo avistaje dio el nombre a la ciudad. En su cima vemos el fuerte histórico que la custodiaba. A la derecha estaba la Ciudadela, que hoy es la Ciudad Vieja. Detrás se ven los altos edificios de la Ciudad Nueva donde sobresale el “Palacio Salvi”, un gran edificio estilo “art noveau” hecho por el mismo arquitecto que construyó al “Palacio Barolo” de Buenos Aires. En el puerto, cerca de la entrada, yace un grupo de pequeños barcos abandonados, algunos semi-hundidos, que dan un toque de nostalgia al paisaje. También nos recuerdan la gran cantidad de barcos hundidos en la zona. Entre ellos figura el acorazado alemán “Graf Spee”. Su capitán en el año 1939, luego de una batalla y perseguido por barcos ingleses, lo hizo explotar y hundir en medio del río. La tripulación pudo transbordarse y desembarcar en Montevideo. Algunos se quedaron en Uruguay y otros fueron a la Argentina. Muchos de ellos se instalaron en Córdoba, en lo que hoy es Villa General Belgrano.



Hemos decidido no tomar ninguna excursión. He venido muchas veces a Montevideo, por diversos motivos, y pienso que lo mejor para mostrar la ciudad a Lucia y a las nenas es caminar o tomar taxis. De la rada del puerto hasta la Ciudad Vieja hay muy pocas cuadras así que pudimos ir caminando por un sendero indicado para los viajeros. Es una mañana de sábado y hay poca gente por las calles. Nos dan un mapa del lugar y de los principales puntos de interés y empezamos a caminar. La Ciudad Vieja es encantadora, segura, con un aire relajado. Por momentos los frentes antiguos –algunos casi en ruinas-, los colores y el deambular de unos cuantos afroamericanos nos hacen recordar a la Habana vieja de Cuba.


 Lo mejor es la gran amabilidad con la que todos atienden y el tiempo que te dedican a contestar preguntas. Visitamos negocios, el museo del carnaval, la iglesia Catedral –con la imponente tumba del obispo Soler-,vemos monumentos en la plaza Zabala, contemplamos fachadas antiguas y hacemos algunas compras.





En la feria de la plaza Constitución me compré una radio “Spica” con estuche original de cuero marrón. Toda una reliquia que exhibiré con orgullo en el programa de Radio y enseñaré a usar a las nenas. En las compras lo mejor es pagar con pesos uruguayos o tarjeta. Con dólares o pesos argentinos se pierde en la diferencia. Me llaman la atención algunos negocios con carteles de venta de marihuana. Aquí es legal y nos informan que es cuestión de registrarse y que hay una cuota mensual para consumir, lo que puede hacerse fuera de los locales. La experiencia es nueva y todavía no se sabe cómo va a influir en la vida cotidiana.


Por fin, llegamos a la Puerta de la Ciudadela e ingresamos a la Ciudad Nueva. Estamos frente a la plaza Independencia donde está la monumental estatua del gran prócer uruguayo: José Gervasio de Artigas. En unas placas leo su historia y es conmovedora. Es un ejemplo cívico y moral para todos. Abrazó la causa de la emancipación americana luego de servir al ejército español, como San Martín. Peleó contra la junta de Buenos Aires, igual que San Martín. Libró las primeras batallas de la independencia en territorio de la Banda Oriental y fue protector de la Liga de los Pueblos Libres jurando la primera declaración de la independencia. Por razones políticas debió exilarse en 1820 al Paraguay, donde murió en 1850, casi en el olvido y sin poder regresar a Uruguay por sus profundas diferencias con Rivera. Cumplió el destino de los grandes héroes latinoamericanos que hicieron mucho por su patria y terminaron muriendo abandonados en el exilio, para ser reconocidos tiempo después. Fue un gran defensor de la integración de la Banda Oriental a las Provincias Unidas, tal como reza su testamento “Yo José Gervasio de Artigas, ciudadano argentino nacido en la Banda Oriental…”.
Tomamos un café frente a la plaza Independencia y luego hacemos un tranquilo recorrido en taxi por la “rambla” que es la costanera. Pasamos delante del Teatro Solis, el Palacio del Mercosur, el Parque Rodó -con sus juegos estilo “Italpark”- y la playa Ramirez. Seguimos viaje bordeando una ciudad que, a diferencia de Buenos Aires, está construida mirando hacia el río, al que aquí llaman mar. Hay una explicación para eso: el piso es rocoso y además el río Uruguay transporta arena mientras que el Paraná, que es el cercano a Bs.As., trae barro. Eso hace a sus aguas más cristalinas y azules. Un mar dulce.




Luego de ver radas, clubes, playas y veleros, en un recorrido zigzagueante, llegamos al barrio de Pocitos, que da hacia una pequeña y coqueta bahía con hermosos edificios, playas y negocios. Tiene un aire a Copacabana. Luego hacemos parada en la palabra “Montevideo”, construida recientemente con grandes letras de material en un lugar en que se ve toda la bahía, donde sacamos fotos. A la vuelta pasamos a ver el estadio “Centenario”, donde se jugó el primer mundial de fútbol en el año 1930, cuya final protagonizaron Uruguay y Argentina. Es emocionante contemplarlo y ver sus placas. Hasta hay una turista japonesa haciendo una selfie. Las tribunas son bajas y nos explica el taxista que eso se compensa con el piso que está hundido ex profeso, para darle su gran capacidad. De paso nos hace escuchar un CD grabado de su hijo, que se pianista, con música clásica y pop. Lo compramos para colaborar. Se lo ve orgulloso. Lo curioso de los taxis es que están compartimentados, como en Nueva York, separados los asientos de delante de los de atrás por un vidrio que tiene un micrófono. Ello no detiene la cordialidad de los taxistas.


A la vuelta vamos a almorzar al famoso “Mercado del Puerto”. Es mediodía de un sábado y el ambiente está muy animado. Hay turistas y visitantes por todos lados. Dice un folleto que la estructura de metal fue traída en barco de Liverpool. Adentro hay un gran número de locales de comidas, principalmente de carne. Las parrillas girando exhiben sus encantos. Se escucha hablar en todos los idiomas. De rato en rato, pasan cantantes en vivo. Nos sentamos en “El Palenque” y me como una “pamplona de lomo” con un vino medio y medio, que es mitad blanco y mitad espumante. Una delicia y un grato momento para todos. Con la panza llena y el corazón contento volvemos al crucero para continuar el viaje.






2/9. P.D.: Podés encontrar los demás relatos del viaje (son 9 en total), como así otras crónicas y cuentos en este mismo blog

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