Puerto Madryn, naturaleza y mucho más.
Estamos llegando a Puerto Madryn. El crucero atraca en una extensa rada, paralela a la que ocupa la empresa “Aluar”. Salimos en ómnibus a recorrer la Península de Valdez. Es una excursión en inglés pero su guía, Bettina Blanch, una arquitecta argentina que vive en Madryn, nos contesta preguntas y nos cuenta historias en español fuera de micrófono.
Luego de un rato, después de
algunas paradas para ver guanacos, ovejas y lechuzas en el desierto, nos
detenemos en el Centro de Visitantes, ubicado en el itsmo Ameghino que separa a
la península del continente. Allí, entre muchas cosas interesantes, nos llama
la atención el gran esqueleto de una ballena Franca Austral. Bettina nos cuenta
que desde su casa en Madryn, a dos cuadras del mar, de junio a diciembre
escucha el canto de las ballenas cuando se acercan a la costa para parir crías
y para aparearse. También nos cuenta la curiosa historia de “Garra”, una
pequeña ballena con una mancha blanca en forma de zarpazo (lo que le dio el
nombre) que en el año 2002 se había enredado la cola con cadenas de fondeo y al
luchar para liberarse se enredaba cada vez más con riesgo de muerte. Toda la
población de Puerto Pirámides se movilizó para salvarla, lograron arrastrarla
con un tractor a la playa, vararla, liberarla y mantenerla viva mojándola hasta
la próxima marea. Participaron grandes y chicos en un ejercicio desesperado de
solidaridad con la naturaleza. Cuando la ballena volvió a estar cubierta por el
mar se repuso y alejó entre los festejos de los salvadores. Lo curioso fue que
en el año 2006 Garra volvió. Fue vista nuevamente el 25 de septiembre ya como
un macho juvenil que participaba de los juegos de cópula, para gran alegría de
la población que logró que ese día se consagrara como Día nacional de la
ballena franca austral. La historia nos emociona.
Seguimos en el ómnibus, ahora por
largos caminos de ripio, para ver una reserva de leones marinos cerca de Puerto
Pirámides, una colonia de pingüinos Magallanes, que casi podemos tocar con la
mano, y un apostadero de elefantes marinos en Caleta Valdez, sobre el
Atlántico. Los elefantes pequeños son preciosos. La contemplación de todos
estos seres es atrapante y nos lleva a pensar los misterios de la naturaleza y
de sus transformaciones.
Ya de vuelta en Madryn nos reunimos, en un encuentro concertado de antemano, con una pareja de amigos
de Lucía, son Silvia y Kelli, con quienes charlamos y recorremos la Ciudad. Ella es oriunda de Buenos Aires pero él se apellida Evans, y es un descendiente de galeses.
Mientras caminamos nos cuenta que nuestro crucero hizo el mismo recorrido que
en el año 1865 hizo el velero “Mimosa”, con los 153 primeros colonos galeses, que
huían de la opresión inglesa para poder practicar libremente su religión
cristiana y habla su lengua. Nos cuenta que las gestiones iniciales las hizo el
barón de Madryn, del que la ciudad toma su nombre. Agrega que esos inmigrantes
sabían tan poco del nuevo territorio que llegaron en pleno invierno. Eran mineros
sin experiencia en la agricultura y tuvieron que alojarse en cuevas de la playa
un tiempo. Luego, la falta de agua potable los impulsó a emprender camino hacia
el sur. Cuando ya pensaban que morirían de sed, llegaron al río Chubut. Al poco
tiempo se adaptaron, recibieron la propiedad de las tierras y fundaron Rawson
en homenaje al ministro que les había abierto las puertas. Hicieron un enorme
esfuerzo.
Nos cuenta Kelli que años
después, en 1874, una nueva ola de colonos, venidos de Estados Unidos y que
eran expertos agricultores, fundaron Gayman. Posteriormente, los galeses
emprendieron la exploración del río Chubut hacia la cordillera, en una marcha
de veinte años, hasta fundar Trevelín. Nos dice, con orgullo, que fue muy
importante su asentamiento allí porque cuando se discutían los límites con
Chile, el voto de la población por pertenecer a la Argentina, en respuesta a la
consulta del Arbitraje Internacional, determinó la consolidación de la
soberanía sobre ese territorio. Agrega, como detalle de color, que antes de esa
gran caminata hacia el oeste, el famoso John Evans, galés llegado de muy chico,
baqueano y gran amigo de los Tehuelches, mientras hacía una exploración
preparatoria fue salvado de morir por su caballo “malacara”, rompiendo a toda
velocidad un cerco de indios araucanos y saltando una zanja de cuatro metros.
La conquista posterior se debe en parte a ese caballo y, por supuesto, al
propio Evans, que casualmente es un ascendiente directo del propio Kelli. Nos
guiña un ojo satisfecho.
Ahora pasamos frente al monumento al indio Tehuelche. El pueblo originario de la Patagonia perseguido por muchos blancos y también por los indios Mapuches, que venían marchando desde el oeste. Kelli nos cuenta que los galeses, como también habían sido perseguidos en su tierra natal, establecieron con los tehuelches buenas relaciones y tratos comerciales y defensivos. Con esa sensación de orgullo, nos acompaña hasta el crucero y nos despide.
Fue un día muy intenso y, como hay luz hasta muy tarde, vamos a relajarnos al spa del barco, en una zona reservada para adultos llamada "el santuario". Hay una plácida estatua de Buda jóven y un espacio de meditación ecuménico. Naturaleza, historia y paz. ¿Qué más se puede pedir?
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